CARLOS L. ORIHUELA (Tarma - Perú). Obtuvo el grado de Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú, y los de Maestría y Doctorado por la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos). Ha publicado los libros: Dimensión de la palabra (1974, poesía), Abordar la bestia (1986, poesía), Nube gris (2002, poesía), Abordajes y Aproximaciones. Ensayos sobre Literatura Peruana del Siglo XX (1950-2001) (2009), Valle de entonces (2012, narración).
Publicamos los poemas que corresponden a las plaquetas de poesía: Asfixia (Lima, 2022) y En Mama Huari otra vez... Estos magníficos textos muestran instantes en los que el poeta aborda dos temas distintos con gran profundidad, pues explora la terrible pandemia Covid y también trasmite la visión mítica de la historia de las rocas de Mama Huari que se erigen en Huaricolca, ubicada en la templada región de Tarma, Perú.
El poeta nos entrega estas creaciones poéticas a través de un lenguaje fresco y pulcro para destejer detalles de una pandemia que deshizo los nervios humanos y, de la misma forma, hilvana el hecho mágico que subyace en toda la tradición oral de nuestra cultura diversa y trascendente como es Mama Huari.
“Las rocas de Mama Huari”, de Tarmeño. Lima-Perú. Julio 2024.
Técnica: Acuarela sobre papel, 38 x 36 cm, 2023.
(Las rocas de Mama Huari se erigen en Huaricolca,Tarma, Perú).
En Mama Huari, aquella vez...
I
Esas rocas. Lanzas de asombro contra las testas del átomo, mazas de origen en el pulso de la multiplicación, torsos de espacio en los pedestales de la memoria; hálitos de ira que profanan la médula del grito, la rueda cautiva del embalse estelar; galgas hundidas en las noches de la geología, en el vientre viscoso de la velocidad; esqueletos de sol en cuyos tallos arden las hojas numerales, las hebras planetarias, las rosas ciegas de la navegación; pedernales incipientes cuyas furias embravecen los ciclos simultáneos de lo interminable, las cascadas irresueltas del vacío, los hachazos perplejos de la química; túmulos terrestres incalculables cuyos dedos deambulan en el reloj, sin ruegos, sin agonías, sin bufidos de árbol inicial, sin bostezos de bosques esquinados en tiempos y palabras.
Esas rocas. Guerreros nimbados en la yema del ente inmediato, ecos de roca expelidos en puños cifrados, en nudos semejantes a la proa rocosa del planeta, a la estampida vegetal cuyo murmullo se anuda en espejismos, en hojarascas airadas de luz; hundidos en el fango del aullido, en el abismo crónico del metal, en la gruta insistente del dardo silábico que perfora la armadura de la idea; linfas de tierra bajo la losa aritmética de la conciencia, masas extenuadas, enfurecidas en los colmos de la anatomía mineral, en la tripa oceánica del aire, atadas a la pata errante del péndulo, reincidentes en el caudal circular de la piedra, en el alud espumoso que la oscuridad sacude en los sentidos subterráneos, en las nervaduras unísonas del granito.
Esas rocas. Pagodas de nervio atrapadas en la energía, en las espesuras carnales, en la corola astillada de la bruma; barrotes indomables de las eras orgánicas, asfixiadas en la curva metafísica del ojo, en los archivos trastornados de la desmesura, varadas en el desván intermitente de la inconsciencia, en las praderas armónicas del espectro, en las escarpadas esferas del pájaro plural; balcones dilatados en el agujero voraz de la palabra, fuegos en el osario verbal, en el catafalco enardecido de la raíz, en los filamentos indefinidos del concepto; templos flotantes sobre el zumbido animal, sobre las charcas de la cifra en cuyo centro vibra una centella herida, una flecha muerta, invertida, contradictoria en su imagen periódica; torres ensombrecidas en el hastío, en la pereza cósmica, elevadas en las crestas paralíticas del estupor, en el patíbulo acuchillado de la noche, en la sed corrosiva de la boca abismal, en las quijadas omnívoras del calendario, del apetito sideral del meteoro.
Esas rocas. Tumultos interiores del objeto, cubos atroces que el pensamiento arrastra en voces eléctricas, en trinos que gotean en guijarros de lágrimas, en semillas que ladran desveladas en las noches del equinoccio; bloques del color de la espera, del austero matiz del tránsito, apilados en el limbo del génesis, en el reflujo de las fuerzas peregrinas del sueño, encubiertos en el azufre concéntrico del tacto, en el invierno giratorio del mármol, en las barbas incalculables del tótem dialéctico. Esas rocas. Bloques en ondas sanguíneas que encallecen la contemplación; fuentes obstinadas que arrastran la lengua secular, la carta poliédrica que el cerebro dispara contra las vigas de la mirada; períodos clausurados de la apariencia, líneas certeras de la fabulación, de las articulaciones tempestuosas de la energía; torrentes de razones en fuga al tórax deshuesado de la repetición, temerosos del labio filoso del chillido; trozos espaciales que se adentran al precipicio primordial, al frontón numérico de la inmensidad, al risco ebrio de lo interminable, a las cumbres múltiples donde el ensueño pierde su órbita y se precipita a la idea sorda.
Esas rocas. Cuerpos sucesivos en alaridos de agua, en antesalas físicas inconquistables, oleadas de soledad lanzadas al desierto del volumen, agónicas en los tronos fortuitos de la materia, en las hierbas templadas bajo el manotazo celeste; garrotes del espacio arrumados en las mazmorras del fuego, abiertas como fisuras en las dimensiones, en las distancias empozadas en la inmovilidad, en los espirales inflamados que descienden al talón del futuro; torres de hebra lunar que se encrespan en corolas de colmillos, en cabelleras magnéticas, en la herida sesgada de las tardes humanas, que retoñan en la maquinaria instintiva del cosmos, en la canícula engranada en los siglos como un corazón en un muro repentino.
Esas rocas. Titanes desterrados a la molicie de la cuadratura, a la simetría del rosetón espacial, sólidos veloces de cuyo trazo brotan, en zafarranchos abismales, cernícalos indivisibles, buitres totales atrapados en las serpentinas del minuto, graznidos atornillados a las muñecas de la tempestad, arrojados en cenizas a la unicidad del túnel ocular, a las garras de las salpicaduras del dolor, sedientos de vida en su asedio al instante, a la multitud de la mirada, al desvarío solar en las mareas del sueño, a la vejez instantánea de la palabra; bloques estirados sobre la túnica irrepetible de lo infinito, suspendidos en aretes planetarios, en los techos ubicuos de las constelaciones, fríos centinelas que el insecto geométrico erige desde el humus de sus entrañas, trastornados en la boca del año, del segundo, del tiempo del tiempo.
Caminamos bajo la mañana. El sol huía enredado en brisas, grises remotos, nieblas húmedas. El camino bordeaba peñas, quebradas heridas, galgas de granito apuntando al cielo; ascendía en curvas entre helechos, rocas apretadas en desfiladeros, llanos apagados. Íbamos por la senda que se deshierba aterida por los vientos de Mama Huari. Nuestros pasos eran de horas, de años, de eras resumidas en instantes de sol y lluvia. Sorteábamos las brechas de sangre que divorcian tiempos, intervalos ciegos en rutas de siglos, puentes de cifras perdidas. Rasgábamos el silencio con golpes de voces, ecos lejanos del corazón, torpes memorias, retratos torcidos del pasado. El presente flameaba total, enraizado en su instante.
Caminábamos destinados a la desmesura, al océano imposible de los ojos, al templo desbordado del espacio; íbamos reales, anegados en aliento, entre arroyos huidizos, mariposas de limo, árboles adormecidos. La resolana liaba nuestras frases como un cordón ardiente, flotaban lienzos de alborozo colgados en las fauces del aire, resacas de risas sobre las murallas del instante, trazos recientes en el espacio, en la tabla mansa de la vegetación. El presente se extraviaba en la senda quebrada, arisca, de las escalinatas, en pasajes escarpados hacia los topes de las montañas. Era la niebla prendida a las redecillas de la luz, a los cascabeles de aire, a las pupilas ocultas en las candilejas veloces de la noche planetaria. El hoy era el destino único de lo eterno, el peldaño móvil en los laberintos de la hierba, en los patios de la liebre espectral, irreverente, fugaz en su ingeniería instintiva, el instante erguido en el pajonal, en los senderos destejidos del riachuelo.
Un islote intermitente de dichos, de memorias fieles hasta la exasperación; nombres encanecidos, pretéritos ya insípidos aferrados a la boca, fuentes en cuyos hilos fugaba la cola del júbilo, la ración irrevocable de la esperanza, el chorro cíclico de los seres inmediatos.
Y ascendimos precisos, guiados por el mapa vivo engastado en la tierra, por voces que el tiempo esgrime en la piedra; y hundimos las manos, los cuencos esponjosos de la mente, enel agua milenaria de Mama Huari, el ojo atemporal que todo lo contiene, el punto minucioso inserto en el punto absoluto. Bebimos en su remolino ventral, en su abismo universal de madre, siete sorbos, siete sangres que encendieron la única voz de las rocas, la araña cósmica perpetua, el candelabro de heridas de las cumbres. Y lloré como si reiniciara mis calendarios, mis prolongadas pasiones circulares; gemí con toda mi vida mi distancia inútil, el silencio estropeado de mis ropas, la calleja adormecida de mis suelas. Desgarré el telón carcomido de mis cansancios, liberé los zargazos metálicos de mis nervios; mi alma roedora detonó su lago ácido y trepé, en desasosiego, el árbol de mis culpas. Ausculté en los signos que el agua desmadeja desde las losas del frío, en las ojeras del papiro mineral, el saludo extenuado del músculo, las cartas aliviadas de la respiración, las banderas sonámbulas de los sentidos. Abrí mi cofre de arenas y liberé, arrepentido, la piara de insectos de mis himnos, y lloré otra vez una canción semejante a la lluvia, a las olas del rebaño estelar. El agua deslizó por mis dedos las gotas proféticas de su nitidez. Luego, cuando en la piel nos asomaba la risa como un tatuaje alborotado, descendimos renacidos, llenos de sol y torrentes frescos en las junturas del espíritu. Cruzamos el pedregal, la alfombra adormecida de los maizales, el mediodía elevado en humores terrenales.
III
Mama Huari no espera. Está porque está. Yace indudable, se establece en el siempre, en la nave neutra del acto. Crece en el vaivén de su esencia, en el iris de sus rutas múltiples, en el vértigo irrevocable con que arde. Brota unánime en el flujo riguroso de su materia, en el nudo febril de sus luces. Brama en las arrugas del rayo, en el árbol solar que lanza en fibras rabiosas sus frutos, sus hojas flageladas. Fluye en la ruta ahorcada del eco, en las duplicaciones vehementes de las estaciones, en la energía que se muta a su propia semejanza; voz horadada que reitera sus preceptos de dios apagado, estancia sin fechas en el clamor del metal, en los disfraces de la piedra que retorna a su origen, envuelta en rumores oceánicos, en nubes repetidas.
Mama Huari yace en la llanura vidriosa de los ojos, estampada en el infinito como una mancha donde caben los naufragios secretos de la existencia, donde arden en su mecha sagrada los puertos únicos de la cabeza, los rasgos cicatrizados de la razón; está y toda pregunta la conmueve como una gota de verdad que roza apenas sus pupilas; está cuando nos cabe en la bondad de la noche la candela coloquial de la vida, cuando cada exhalación de fuego o agua sobre los tropeles del vacío es una voz significándolo todo, callándolo todo, dejando en el hoyo de la interjección una parábola larvaria, un mandato que sedimenta sus filos en los cimientos de la imagen, un yo desencadenado en moléculas que ruedan sobre páramos de la infinitud, acumulaciones simbólicas con que el imperio del ego erige sus atalayas.
Mama Huari escucha y calla, labra sus rostros como si dragara en la cortina final de los libros naturales, torna el jeroglífico de su bondad hacia la página emplumada de la falacia, hacia los despeñaderos del papel asesinado, agrieta la esfera de sus lados perdidos, urde el bostezo por donde fuga el sonsonete de su fragilidad. Si hablara con lengua mortal, los universos mudarían sus ropajes, atarían sus tropeles de animales nubosos, llovería la leche espacial en flecos vivientes inundando de gemidos los osarios astrales, las constelaciones renacidas; los vaivenes imantados del dedo lunar desdibujarían los destinos, soltarían sus espadas de cera contra el corazón arenoso de los relojes, contra los restos de sombras en los ángulos dormidos de la tierra.
Mama Huari empuña la sílaba trunca que nos merodea, los hilos de la gramática de los hechos, las fugas uniformes de los seres instantáneos; señala el punto solar de las grandes decisiones, el ademán que desgaja fronteras en el entendimiento, el árbol incoloro que enerva su caja de adioses y la libra a la avalancha de la interrogación, al pantano del paréntesis; pulsa la red mecánica de las turbulencias, las dentadas ruedas del infortunio, las rectas alarmas de la inteligencia; desarticula la soledad, los torpes silencios, y los arroja al remolino de la memoria, al mapa crónico de la escritura, al lienzo silvestre de la mitología; cuelga sus collares de notas como faroles de líquido estelar, como mariposas suspendidas que agitan las puertas de la iluminación; corre el pestillo de los teatros febriles de la inexistencia, de los retratos amotinados de la desolación, y queda presa en las superficies, en las porosidades que articulan los cuerpos fugaces; permanece en lo nunca dicho, en el grano final del sonido, en la espina limpia de la lengua absoluta.
Abordajes y Aproximaciones. Ensayos sobre Literatura Peruana del Siglo XX (1950-2001)
Valle de entonces
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