viernes, 25 de octubre de 2024

LA MUJER DE ANTONIO CLAROS, un cuento de Teófilo Gutiérrez




LA MUJER DE ANTONIO CLAROS (del libro Colina Cruz)

Teófilo Gutiérrez

Antonio Claros se ausentó cerca de un mes del pueblo. Al regresar lo hizo acompañado de otra sombra. Era una noche bien prieta, de esas en que solamente se presiente la forma de quien la habita o camina. Desde ese día los guaranguillanos dijeron, calladamente: «Antonio Claros, por fin, ya no duerme solo, ha traído una mujer de Ambato».

La pregunta que más se hicieron los guaranguillanos durante ese día y los siguientes fue saber cómo será la fulana. Esperaban que Antonio Claros les presentara a la señora. Pero no lo hizo. Entonces se lo dijeron, qué, ¿acaso, tiene un pie cojo?, comprendemos, ¿es muda?, también lo comprendemos. Pero Antonio Claros selló sus labios. Se ponía serio y miraba de reojo. Los guaranguillanos inventaron pretextos para acercarse a la casa de Antonio Claros, que estaba ubicada en la parte este de Guaranguillo; alrededor de ella se levantaba una tapia de la que colgaban hacia el exterior enredaderas que el tiempo había acumulado como si fueran un enrevesado colchón de chamisas, de donde brotaban en manojos flores amarillas olorosas, de manera que la curiosa mirada de los guaranguillanos se tornaba ciega. Por el interior las enredaderas unían por encima el pequeño espacio que separaba el muro del techo de la casa, por lo que los guaranguillanos, aun subiéndose a la parte alta de la colina o a las ramas de un michino, que se erguía señorial junto a la iglesia, no podían mirar hacia el interior. 

Antonio Claros continuó su vida normal durante varios meses. Muchos de los pobladores, o casi todos, le preguntaron por su mujer, casi como si estuvieran obligados a hacerlo. Él solamente contestaba que ella se hallaba muy bien. Luego apuraba el paso. Día tras día la gente seguía preguntándole lo mismo y él contestaba lo de siempre: «Bien, gracias». Y apresuraba el paso.  Pasaron más días, muchos meses, y los guaranguillanos siguieron comiéndose las uñas, tratando de averiguar algo sobre aquella mujer. «Si es que existe —dijeron—, ella tendrá que asomar la cara en algún momento. Nadie puede vivir recluida en una casa toda la vida». Pero a la mujer nunca se le vio. Entonces avanzaron un poco más para matar la curiosidad, porque en la hora menos esperada cualquiera le tocaba la puerta con el pretexto de consultarle algo sobre el trabajo de albañilería, el oficio principal de don Antonio Claros, porque también era campesino como todo el mundo y durante la mayor parte del tiempo. Él los hacía pasar al patio y ellos asomaban la nariz por sobre el hombro mientras hablaban con él. Pero se cansó de tanto verlos y entonces comenzó a tratarlos muy mal. Nunca más volvió a abrirles la puerta. Quienes aún insistían se estrellaban con la parquedad de un hombre que empezó a vivir en la penumbra, que les devolvía las palabras en la cara a través de algún resquicio y que, finalmente, no quiso responder siquiera el llamado de la aldaba.

El tiempo pasó sin sentirlo y, lógicamente, hubo tantos resentimientos de los guaranguillanos contra Antonio Claros, que ya no lo contrataron para que arreglara o construyera casas. Dejaron de hablarle. Prefirieron traer un albañil de un pueblo cercano. Los domingos pasaban de ida y vuelta delante de su casa, castigándola con infinidad de miradas torcidas. En las tardes se juntaban en grupitos y, en voz alta y carcajadas continuas, hablaban de lo mismo e, incansables, hacían trizas la vida entera de Antonio Claros. Recordaban cuando Francisco Gil lo trajo para que construyera la primera iglesia de una sola torre. Después hizo la casa de los Méndez Rivas y también de las familias importantes. Habían pasado cerca de dos años. Luego edificó su propia casa y con la plata que ganó durante ese período de bonanza compró una huerta y unas hectáreas de café. Durante esa época las jóvenes casaderas lo acosaron, pero más interés mostraron los padres de estas que hicieron lo indecible para que Antonio Claros se dignara a asistir a las reuniones familiares. Nunca lo lograron. Durante años, la rutina de este hombre ya era conocida. En muy escasas ocasiones tuvo algún diálogo fluido con alguien. Su vida transcurría de su casa a la huerta y viceversa. Incluso, cuando lo contrataban como albañil, solo hablaba lo necesario. El día de San Francisco de Asís, el cuatro de octubre, se oficiaba la misa principal de todo el año a la que él asistía pulcramente vestido, se confesaba y se mantenía arrodillado durante toda la ceremonia. Luego se esfumaba. El único amigo íntimo que tuvo fue Machaguay Brito, un hombre también solo. Dijeron de todo contra Antonio Claros, pero este parecía sordo y continuó su vida normal. Entonces, algunos iniciaron el acoso final, agrediéndolo con insultos directos cuando él transitaba por el camino a su huerta de café, porque desde los arbustos alguna voz al acecho lanzaba una ofensa, buscando herir lo más íntimo y sagrado. Otras veces le tiraban terrones y hasta barro podrido. Él se quedaba quieto y callado, oyendo el ruido de las hojas de los arbustos de quien o quienes fugaban cobardemente después de atacarlo. Llegaron a colgar letreros de todo tipo en la puerta de su casa o cerca a ella. Él los retiraba pacientemente en las mañanas. Finalmente, no solo empezaron a tirar piedras arteras al techo de calamina, sino también animales muertos, carroña que atraía a los gallinazos, huellas que marcarían la estancia de los últimos días de Antonio Claros en el pueblo, huellas del odio que la oscuridad de la noche amañaba.

Hasta que una tarde soleada de un domingo, cuando todo el mundo descansa, Antonio Claros y la mujer cruzaron el pueblo con dirección a Ambato. Se marchaba a ojos vista, como dicen. Así era, Antonio Claros, después de treinta años de vida en un pueblo que tenía las huellas de sus manos en las paredes de sus casas, había decidido partir, y para siempre.

Entonces los guaranguillanos sí que abrieron los ojos hasta donde no podían abrirlos más, como para llenarse de la imagen de una mujer que había sido el tema eterno de la habladuría o la comidilla de la mañana, tarde y noche, por meses; casi un siglo para Antonio Claros. En ese único instante, todos verían a su regalado gusto a una mujer de contextura delgada y talla mediana. Tenía puestos unos pantalones jeans y una blusa impresa con flores lilas y una lluvia de escarcha. Pasó dejando un hilo de colonia que recorrió de lado a lado el pueblo. El olor parecía salir de su frondosa cabellera negra que la batía el viento.

Los guaranguillanos solamente callaron y se miraron unos a otros, como queriendo hallar un culpable al final de la fila por tanta habladuría y suposiciones que llegaron al extremo de la crueldad.  Pero Antonio Claros y su mujer desaparecieron por el horizonte y pronto serían solo dos siluetas en la memoria de todos. Pero muchos se quedaron mirando el horizonte un buen rato, siempre queda la esperanza del retorno. Sin embargo, allí solo quedaban arbustos pequeños. Allí solo quedaba un camino vacío que se encontraba con el pueblo y con los ojos de todo el mundo.

Hasta que, como para romper el silencio, alguien habló: «¿No que decían que la mujer tenía una nariz repleta de lunares con pelos grandes? ¿Acaso no era bizca, calva y gorda de la cintura para arriba?». Otra voz señaló: «No que decían que la mujer esa tenía las piernas como patas de saltamontes». Una voz de mujer, aflautada, dijo: «Y pensaban que era albina y muy viejísima». Y otra siguió: «Como que tenía cola de mono y pezuña en lugar de un pie». Una voz que escupió groseramente, dijo: «Como los duendes, esos que tienen como rostro una pelota de carne peluda, esos de largo pelo blanco y llenos de piojos». Y otra voz recordó: «La mujer no era ella sino una burra manfredita, de las que no aceptan burro porque son muy estrechas». «¡Qué carajo, si solo era una mujer como cualquier otra!», dijo alguien más.

El sol declinó al fin, se hundió en el horizonte. Llegó la penumbra. Nadie habló más ese día. Todos, ya convertidos en sombras silenciosas, se dispersaron.  




         MIGUEL GUTIÉRREZ CORREA:

“La mayoría de las historias de Colina Cruz se erigen como una suerte de memoria colectiva de Guaranguillo, una aldea olvidada de la región de Jaén, en que junto al dolor, la violencia, la desolación se halla también el matiz humorístico de la comedia humana rural. Los personajes que son como sombras, como siluetas difuminadas o fantasmales, adquieren sustancia a través de la voz de de los distintos narradores, voces que dan cuenta, casi siempre en un tono expiatorio y aun de conjuración, de la violencia subversiva y contrasubversiva, del peso de la superstición y la intolerancia aldeana, o de la iniciación degradada del sexo y el descubrimiento de la muerte y de la levedad y futilidad de los actos humanos.

Pero lo que confiere mayor jerarquía artística a Colina Cruz, no son las historias en sí mismas sino la textura de la prosa, fresca y precisa, con que Teófilo Gutiérrez ha sabido tejer las voces narrativas de sus deleitables cuentos.” 


        “COLINA CRUZ Y  LA COMEDIA HUMANA RURAL”

        ALFONSO TORRES VALDIVIA:

    “Después de Tiempos de Colambo (Sanval, 1996) Gutiérrez nos entrega un nuevo libro de cuentos. La temática presentada en su primer trabajo literario, la comedia humana rural, esta vez es ampliada con la superstición, la intolerancia y la violencia subversiva instaurada en la sierra norte del Perú. Las diez historias presentadas logran atraer nuestra atención, porque el narrador adopta el punto de vista de un poblador. Su lenguaje y sus vividas descripciones nos obligan a realizar una cautelosa traducción. Cada historia de Colina Cruz tiene un narrador distinto y si algo los homogeniza es el humor que en este caso suele ser negro. Ese es uno de los aciertos de Gutiérrez. El narrador no se sitúa más allá de sus personajes, sino que participa en la historia, adopta un tono expiatorio y ante la intolerancia aldeana, su respuesta es darle un aire cómico a lo narrado.

Hay cuentos como El desconocido donde el narrador, personaje femenino, nos cuenta la historia como si careciera de sentimientos maternales; esa voz recuerda un hecho, pero el tono con que cuenta la historia destila brutalidad, desconfianza hacia todo aquello que viene de afuera y puede subvertir el orden impuesto por ellos. En el plano humano el cuento se hubiera enriquecido si el narrador nos revelara si ese personaje es progenitora, carece de vástagos o si sufrió una desilusión.

En la mayoría de los cuentos, la intervención del autor como narrador se hace sutilmente con un estilo popular citadino para no romper el tono. Lo interesante del trabajo de Gutiérrez es que su visión no es, como en el caso del indianismo, la voz de un extraño, sino la de un poblador perspicaz que nos da una visión de su mundo desde adentro sin necesidad de traducir sentimientos ni fobias. La forma como humaniza la naturaleza, a quien describe como un ser omnívoro, es otro logro de Gutiérrez. En contraposición la descripción de sus personajes no es muy amable y los presenta como tipos toscos e ignorantes. Para ellos, el narrador les reserva la comedia humana. Incapaces de llegar al drama, su historia es patética. Solo en los: Jazmines en el mes del Señor se logra eliminar la barrera entre comedia y tragedia. La iniciación degrada del sexo permite que el personaje se alce por encima del defecto de su propio carácter, apagado y pusilánime y saque conclusiones sobre el absurdo existencial. En Asunto lunar, Gutiérrez despliega una técnica narrativa no empleada en los otros cuentos. A través de un contrapunto nos vamos enterando de los pormenores de un hecho de sangre. La amputación de una oreja. La trama y los diálogos nos mantienen en vilo hasta el último momento. Es el cuento más logrado, porque funde personajes, tema y espacio mediante una técnica experimental no novedosa, pero si bien tratada.

Podemos afirmar que el valor estético del libro de cuentos Colina Cruz depende en gran manera de su comicidad y del tono carnavalesco en general que se establece desde los primeros relatos. El narrador, al burlarse de la lucha armada nos da una explicación resumida del fracaso de ese movimiento subversivo, incapaz de calar en el pueblo, que a una distancia prudencial de los hechos parece sufrir de amnesia cuando se la interroga sobre los enfrentamientos pasados. El tono y ese ritmo musical, sumamente hábil, que recoge el dialecto de Guaranguillo, tienen como soporte los vocablos y las ingeniosas imágenes, muchas de las cuales tienen connotaciones sexuales. Colina Cruz es una incursión en un mundo cerrado a punto de explotar, refleja no solo los sueños y pesadillas, sino los recursos técnicos de Teófilo Gutiérrez, narrador nacido en la sierra norte del Perú.” (Lima, noviembre de 2011)


MARIO SUÁREZ SIMICH:

“Ya desde su primer libro, Tiempos de Colambo, y después con Colina cruz, Teófilo Gutiérrez ha ido urdiendo un universo propio que une el Jaén de su infancia con la Piura de su adolescencia en cuentos donde la voz de los personajes, las historias rememoradas y la atmósfera destilan la cosmovisión rural de una parte de la zona norte de nuestro país. Ahora, en El perro no vendrá más a olisquear, a estas virtudes narrativas esgrimidas en los dos primeros libros, hay que agregarle una impronta poética que vuelve a su prosa intensa y más humana aún y que indica, de manera inequívoca, la madurez narrativa de uno de los mejores cuentistas de la generación del 80.





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