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Este cuento forma parte del libro Tiempos de Colambo. |
A Luis Fernando Vidal, amigo y maestro.
Sin embargo, estoy preocupado por este asunto que dije al principio y que no puedo entender aún, porque además pienso que tú no cometerías una tontería como esa. Voy al grano, porque debes saber que hace poco vinieron a decirme: «Todos los que se van a Lima regresan, si es que lo hacen, convertidos en reverendos cojudos o, peor, se vuelven maricones». Por supuesto que dije: ¡no!, y para prevenir, porque nunca he dudado de tu integridad, es que escribo esta carta. ¿Y sabes por qué decían ello? Muy simple de explicar, pues hará como dos semanas atrás que regresó de Lima el hijo de la viuda Rosa Velásquez, esa mujer que aún vive en la salida del pueblo entre los cabuyales y dos lomas parduscas. Como a las dos de la tarde, más o menos, miraba yo por la ventana las mismas casas y árboles de siempre, cuando divisé algo raro que orillaba las veredas de la calle y por más que abrí los ojos no pude reconocer esa silueta. Hasta que se alborotó la novelería y la voz corrió por todo el pueblo: «¡Ha venido Juanito Ríos Velásquez!». Qué bien, me dije, habrá que ir a verlo ahora mismo para indagar por Sócrates, si lo ha visto, si ha conversado con él. Ya sabes cómo pienso y lo que siempre he dicho: «El mundo es más chico de lo que se cree, además de ser un lío bien cojudo esto de vivir». Por eso también me pregunté: «¿Por qué entonces no ha de haber en Lima, ciudad que no conozco ni pienso conocer, una gran plaza donde se reúnan los domingos todos los paisanos?».
Pero al llegar donde el hijo de Rosa Velásquez un tumulto estaba con él. Yo me quité el sombrero y abrí pasó con mi vejez que todo el mundo respeta. ¿Y sabes lo que sucedió?, ni te imaginas, pues el tal Juanito ni me respondió el saludo, menos la pregunta, porque de porrazo me contestó con un borbotón de erres y eses, tan entreveradas que no entendí ni jota, su actitud me cojudeó y hasta me recordó un tiempo antiguo, aquel en que llegó el gringo Murulanda a buscar minas de oro porque le habían dicho que por esta parte del mundo estaban los mismísimos tesoros del rey Salomón; aunque, después de andar por pedreríos filosos, lo único que el aventurero halló fue muchos mojones de vacas y chivos. Te digo, pues, que me quedé pasmado y turuleco del cerebro al oír tantos disparates juntos, pues el hijito de Rosa Velásquez nos acribilló con un inglés paporreado y que si nadie lo pateó en el trasero, que ganas no faltaban, tal vez fue por respeto a su finado padre: un hombre bueno que en paz descanse porque ya se murió para siempre. Y fíjate que casi toda la gente había ido a saludarlo, pero el cojudazo parecía un papagayo amaestrado repitiendo: «yes, pero yes, pero ayansorrin, ¡oh! mister, yes» y otras huevadas increíbles que nadie entiende por aquí, donde, tú lo sabes, solamente hablamos el lenguaje del diario, ese que nos enseñaron nuestros abuelos, nada más. ¡Imagínate! Al muy melifluo, persistente, irrespetuoso, inútil: «yes, yes, okey, ayansorrin, okey, mister», tanto así que no soporté la cólera y le dije: «Oye tú, qué diablos te pasa! ¿Acaso te has tragado un loro inglés? ¿Dime, no eres el mismo Juan Ríos Velásquez que tenía los pies descalzos y el culo churreto?». Pero él ni pis, ni se inmutó, dijo: «okey, mister» ¡Imagínalo!, a la hora en que llegó, una hora de sol fortísimo, con anteojos oscuros, como aquellos que usan los ciegos de las catedrales, vestido con botas negras, camisa negra, pantalón negro y apretadísimo, además de una casaca de cuero también negra y con todo ese atuendo encima, créeme, adebajo de un sol abrasador.
Luego el tal se dirigió lentamente a la casa de su madre, que está al final de la calle Real. Aunque tú dirás: ¿y qué otra calle hay?, pues es un decir, digo yo. Nosotros, el tumulto, también fuimos detrás de él, porque sabíamos que el asunto no terminaría tan pronto. Así fue, porque hasta su propia madre tuvo dudas para reconocerlo, pero se abrazaron efusivos y lo hizo pasar a su casa. ¿Y quién no se alegra de ver a su hijo después de cinco años de ausencia? La mujer fue rápidamente a la cocina para ofrecerle algo de beber y, de pronto, él, que se había quedado en el comedor, lanzó un grito rarísimo que todos oiríamos afuera, un estrépito: «¡Qué animal tan feo es aquel que se arrastra adebajo de la mesa!». Su madre asustadísima, pensó que en la casa había algún culebrón, un macanche cabeza de gato, uno de esos reptiles venenosos que tanto abundan por aquí. Pero no fue nada de eso. Nada. Digo yo, que fue el despelote, pues doña Rosa Velásquez no podía creer que ese mequetrefe fuera su retoño, el benjamín de sus hijos, su orgullo, por el cual siempre ponía velas al Señor de Huamantanga. La impresión fue mayúscula, tanto así que la pobre mujer se quedó sin aliento al comprobar que el monstruo, el cuco gigante no era otra cosa que un simple cuy, así como lo lees, un simple animalito peludo y de ojos vivaces, de esos roedores que todos criamos en nuestras casas desde los tiempos en que la muerte y la vida anidan juntas.
Pero como aquí las cosas se enderezan rápido o no se enderezan nunca, doña Rosa Velásquez se encolerizó tanto que le importó un comino que frente a su casa hubiese una muchedumbre de curiosos. Entonces todos oiríamos las cien veces que la mujer hizo repetir a su hijo, y con voz de hombre, que esto se llama cuy; eso, burro, esotro, chivo; y aquel cerro pelado y pardo, Cruz Negra; y ese pájaro, putilla; y ese montón de huesos y pellejos, perros; y ese reptil que se arrastra por las rendijas, lagartija; esotro árbol, ciruelo; y esas flores entre las cabuyas de hojas anchas y espinudas, pensamientos; y esos que nos divisan como idiotas, nuestros paisanos; y esta la mano de tu madre, la gramputa que te parió. No digo más porque desde aquí comienzan las lisuras gruesas que la mujer iracunda le dijo al pobrecito de su hijo. Por eso me he puesto a pensar, que si vienes y te comportas como tal, mejor no asomes la oreja. Pero, óyeme, no te olvides cómo es este pueblo del que nunca nos iremos, salvo al cementerio, pues siempre nos hemos hecho la misma pregunta: ¿A dónde mierda?, si ya estamos oxidados de vejez y en todas partes estorbamos con tanta pobreza. Quédate allá, porque para nosotros se ha hecho la soledad, la maleza, todo lo que crece en las casas solas y se arrejunta a las telarañas. Por aquí cada día hay menos gente, hay tantos viejos y muchas viudas, pues los hombres sanos y jóvenes ni bien crecen los matan, o se los llevan en cualquier noche o día, sin saberse quiénes ni a dónde, o simplemente se largan hasta nunca jamás.
EL AUTOR
Teófilo Gutiérrez Jiménez (Jaén, Perú). Estudió Literatura en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es fundador del sello HIPOCAMPO EDITORES. Integró la Comitiva de Escritores del Perú que participó en la 35 Feria Internacional de Guadalajara 2021, México, y en la que nuestro país fue invitado de honor. En 1989 obtuvo el Tercer Premio COPÉ de cuento de PETROPERÚ, ese mismo año también fue premiado en el concurso “El cuento de las 1000 palabras” de la revista Caretas. En el 2004, ganó el Primer Premio de Cuento que organizó la Municipalidad Metropolitana de Lima y la asociación cultural Viernes Literarios. El 2021 fue reconocido por la Municipalidad Provincial de Jaén como escritor. Ha publicado los libros de cuentos Tiempos de Colambo (1996–2018), Colina Cruz (2011–2018) y el libro de poesía Sabor de sidra (2023), también la compilación de ensayos y crónicas: Cillóniz: Valoración & Trascendencia (2019) y Jaén del Perú en la memoria (2023), historia de una ciudad a través de las fotografías y crónicas.
OPINIONES
ANTONIO GÁLVEZ RONCEROS: «Tratándose de un libro de cuentos no es común que, además de la calidad de cada cuento, el conjunto logre construir un universo particular cuyas notas den la certeza de la autenticidad. Este logro es mucho menos común si se trata del primer libro de un autor. Teófilo Gutiérrez, en ésta su primera obra orgánica, ha logrado construir ese universo, lo que permite declarar con satisfacción que con ello la narrativa corta resulta enriquecida en sus mejores frutos. Tres son las notas esenciales de las historias de esta colección: conflictos de la vida cotidiana, ámbito de pequeño poblado que tiene muy cerca la flora y el desierto, y entrega de los hechos a través de la voz de los protagonistas. El tratamiento revela madurez: sentido de la estrategia en la distribución de los hechos, puntualidad en los recursos de estilo, pertinencia de la coloquialidad en el lenguaje de los protagonistas y funcionalidad de los datos de ambientación local. Pero estos recursos narrativos, operando sobre aquellas notas esenciales, no habrían cuajado con autenticidad un universo de la vida de provincia, sin esa actitud poética que se funda en la identidad del espíritu del autor y el espíritu del universo que postula.»
MIGUEL GUTIÉRREZ CORREA: «La mayoría de las historias de Colina Cruz se erigen como una suerte de memoria colectiva de Guaranguillo, una aldea olvidada de la región de Jaén, en que junto al dolor, la violencia, la desolación se halla también el matiz humorístico de la comedia humana rural. Los personajes que son como sombras, como siluetas difuminadas o fantasmales, adquieren sustancia a través de la voz de de los distintos narradores, voces que dan cuenta, casi siempre en un tono expiatorio y aun de conjuración, de la violencia subversiva y contrasubversiva, del peso de la superstición y la intolerancia aldeana, o de la iniciación degradada del sexo y el descubrimiento de la muerte y de la levedad y futilidad de los actos humanos. Pero lo que confiere mayor jerarquía artística a Colina Cruz, no son las historias en sí mismas sino la textura de la prosa, fresca y precisa, con que Teófilo Gutiérrez ha sabido tejer las voces narrativas de sus deleitables cuentos.»
JEREMÍAS MARTÍNEZ, dice sobre el cuento: «La carta» es un viaje del Sujeto aculturado que retorna sin identidad al pueblo para reencontrarse, a través del contacto violento con lo que niega. Por ello, también, el Narrador funciona como mentor, pues solo sus palabras pueden salvar (o eso se deduce) al destinatario. Está de más decir que la identidad está muy arraigada en el Narrador, prueba de ello es la constante descripción del escenario, con el cual guarda comunión, la que se logra a través del lenguaje.
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