PARECÍA QUE LA VIEJA ESTUVIERA JUGANDO. Movía como apurada los pies pequeños, desnudos. La cuerda frotaba la viga, dejaba salir un chirrido que pausadamente tendría que detenerse. En la última mueca, aquel rostro expulsaría la lengua morada, hinchada. Pensé entonces que ya era inútil seguir mirándola morir entre la penumbra que empezaba a inundar la habitación. Salí y me encontré con el viento fresco que corría locamente por los pajonales de esa colina. El sol ya se iba con la tarde. Pronto la casa se quedaría sola para siempre y el fuego aún prendido en la cocina también se apagaría solo.
Al volver a entrar
a la casa y al ver a la vieja tan quietecita no dudé en compadecerme y jalé
entonces el lazo corredizo de la cuerda que ataba el extremo de una vitrina,
esta sintió el tirón y tembló produciendo el choque de una vajilla. La vieja
cayó rebotando sobre el piso de cemento.
Así estuve, entrando y saliendo de la casa. Afuera la tarde muriendo y adentro la vieja quieta y estirada. Finalmente me senté en un mojón de tierra. Allí los esperaría. El crepúsculo bañaba la colina de San Francisco, mi pueblo, el que ahora yo estaba mirando. Pensé en la costumbre de toda mi vida, la de mirar hacia esta colina desde la vereda de mi casa, aunque nunca imaginé que ahora divisaría al revés. Desde mi pueblo seguramente verían a un hombrecito lejano, como si fuera un puntito, tal vez se dirían para sí: “Ese es Pascualillo”. Pero yo no era Pascualillo, que ni siquiera me parezco un poquito, porque él es viejo y usa un sombrero grande, tiene bigotes negros, es más alto; quisiera decirles ahorita que no, que a Pascualillo seguramente lo están golpeando casi al final de los sembríos junto al arroyo. Es muy posible que todo haya acabado para él. Pobrecito.
La soledad de esta colina no me gusta para nada. Estoy hace rato mirando para cualquier parte. Creo que por aquí solo se oye el canto dulce de los pájaros chiroques, es un canto que se pierde lentamente luego de rebotar por todos lados. Cuando estoy en mi colina el canto de las luisas se inicia bien de mañana y también al acabar la tarde. Acabo de ver algunas luisas por aquí, pero son bien azules y nunca he visto luisas de ese color. Siempre creí que esta colina era muy extensa, pero conociéndola ahora pienso que no, que más bien la colina donde vivo devora todos los horizontes; en contraste, esta colina donde ahorita estoy tiene un horizonte pequeño y el centro mismo de la cumbre es una joroba donde apareció sembrada hace tantos años una cruz grande de cedro, que se divisa desde muy lejos. La gente dice: “Allí está la Colina Cruz”, “Vino por la Colina Cruz”, en fin, así se expresan. Desde el pie de la cruz, que está en Colina Cruz, baja zigzagueante una carretera que parece morir en la hondonada, pero vuelve a trepar lentamente hasta San Francisco. Cuando miro que alguien viene o se va, pienso en quienes vinieron alguna vez, en los que ya se fueron y en los que nunca podrán irse, como yo que siempre quise hacerlo.
Vuelvo a entrar a la casa. La vieja sigue tirada en el piso como cosa inservible. Pienso entonces si será cierto cuando dicen que un muerto nunca se estará tranquilo si le aprietan de mala manera la vida. ¿Pero a quién le importa un par de viejos? Además, por qué no se pusieron blandos y contestaron a todo. ¡Qué les costaba decir fue fulano, sutano o mengano, y se acababa este lío de muy buena manera! Hasta les invitábamos un trago de buen aguardiente. Imagino al viejo Pascualillo fumando mientras nos cuenta alguna anécdota. Entonces alguno de nosotros cinco le hubiésemos relatado más de una, porque tenemos un montón de historias ocurridas desde que empezamos las rondas, primero nosotros mismos y sin tanto aspaviento, pero luego llegó el Gato con su experiencia militar y de a pocos nos fue metiendo en una maraña de la que ya no hemos podido salir. Él siempre nos ha dicho: “Somos nosotros o son ellos”. Pero acá estamos para preguntarles a los viejos Pascualillos quién o quiénes chamuscaron la Cruz, porque al Gato no se le cocinó nunca que ellos no tuvieran nada que ver en esto. “Tienen que saberlo, dijo el Gato, acaso no van a ver una cruz ardiendo en la noche, como la vimos todos desde tan lejos. Ellos han podido llegar en tres minutos hasta la cruz, nosotros nunca. Si no fuera por la lluvia milagrosa, la cruz se quemaba hasta el muñón. Eso hubiese sido muy triste. Los viejos lo saben. Los viejos son el hilo y hay que meterles presión”.
Pero
primero se puso terca la vieja, pobrecita. Luego me dijeron:
¡cuídala! Yo queriendo ser
gracioso hasta les dije: ¡cómo
puede irse si está bien colgada! El Gato entonces masticó nuevamente la orden y
aquí estoy. Creo también que si iba con ellos, de repente, me hubiesen dicho: ¡cháncale las manos al viejo
Pascualillo! Entonces yo hubiese tenido
que agarrar una piedra grande y una piedra chica, una redonda y una plana, como
seguro están haciéndolo ahora.
De pronto pienso ¿y si los Pascualillos no
quemaron la cruz, ¿y si tampoco sabían nada? Porque hasta me parecen buena
gente. ¿Y si acaso el Gato buscaba otra cosa? En este aspecto hasta advertí que
no valía la pena tanto alboroto, pero ellos me miraron feo, sobre todo el Gato,
con esos ojos que nunca me gustaron. Por eso
decidieron dejarme cuidando hasta que la vieja Pascualilla terminara de morir.
Vuelvo a salir y el sol expira, torna a la tierra más rojiza en las partes donde no hay pajonales. Mas no venían. Haciendo visera con la mano trato de mirar a través de un enrevesado pasto para las vacas. El pajonal es alto. De pronto se levanta un revuelo de pájaros garrapateros, ésos que andan trepados de las vacas, tragándose los ácaros que chupan sangre, y entonces ellos aparecen. El Gato me pregunta si la vieja Pascualilla ya está fría. ¿Qué? —digo—, ni que fuera de otro mundo. Pero al mismo tiempo le pregunto: “¿qué le ha pasado a Pascualillo?”. Entonces el Gato se ríe, cuenta, que hasta se me erizan los pelos de todo el cuerpo, entra a la casa y se mete a rebuscar no sé qué cosas en el dormitorio de los Pascualillos. Luego nos vamos para siempre de allí.
YA HAN PASADO TANTOS días, años, casi sin sentirlos o sintiéndolos demasiado que ahora quisiera meterlos en el saco del olvido. Ya se oye la música en el pueblo y pareciera que se avistan otros tiempos, aunque seguramente nunca los veré. Sin embargo, a veces, me parece ver un revuelo de gallinazos en esa parte de la colina, la que fue de los viejos Pascualillos. Pobrecitos, digo, entonces se me da por escuchar huainos tristes, hundo mis ojos en el suelo, los cierro. Acaso fue cierto, digo. Pero ya no hay balazos ni hombres armados buscándose entre ellos. Todos se cansaron de matarse. Los que quedamos, aquí estamos. Pero el Gato acabó en el recodo de un camino. Le partieron la piel a machetazos. Tal vez fue solo suerte que quienes estuvimos con el Gato aún sigamos respirando. Por eso tal vez vivimos repartidos por cualquier lado. Así está mejor. Además, si uno habla verdades la gente le responde mirándolo de pies a cabeza, como quien dice ¿usted?, oiga usted, imagina cosas, aquí nunca sucedió nada.
Por eso he cogido el pasatiempo de olvidarlo todo,
porque si pregunto “¿es cierto que los viejos Pascualillos quemaron la cruz de
la colina?”, la gente contesta: “¡no!,
alguien quemó el pajonal y la cruz se chamuscó un poquito. Luego la lluvia
llegó providencial”. Vaya, vaya —les contradigo—, entonces por qué a
Pascualillo le cortaron las manos y la lengua y lo dejaron tirado durante días
en aquel arroyo, desangrándose entre la hierba y la arenilla. Ellos, porfiados,
me sacan de quicio y dicen que no. Pero yo sé que al viejo Pascualillo lo
hallaron picoteado por los gallinazos y que nunca murió de viejo. Yo sé que fue
el Gato, aunque la gente mire para cualquier lado y nunca de frente a los ojos
cuando les recrimino que el Gato no fue un héroe. Ellos, ignorantes y tercos
siguen pensando lo mismo, reiteran que sí, que él fue un héroe de a verdad.
Cuando eso sucede entonces no digo más. Dejo que mi conciencia hable. Nunca
hice nada malo. Solo estuve mirando a una viejita, tal vez para que no muriera
tan sola en este mundo.
EL AUTOR
teófilo gutiérrez jiménez (Jaén, Cajamarca, Perú, 1960) Estudió Literatura en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fue integrante de la Comitiva de Escritores del Perú que participó en la 35 Feria Internacional de Guadalajara 2021, México, y en la que nuestro país fue invitado de honor. En 1989 obtuvo el Tercer Premio COPÉ de cuento de PETROPERÚ con “Historia de amor”, ese mismo año también fue premiado en el concurso de cuento Mil Palabras de la revista Caretas con el cuento “Bolas de Oro”. En el 2004, ganó el Primer Premio de cuento que organizó la Municipalidad Metropolitano de Lima y la asociación cultural Viernes Literarios con el cuento “Colina Cruz” y que tuvo como jurado a Oswaldo Reynoso. El 2021 fue reconocido por la Municipalidad Provincial de Jaén como “Escritor del Bicentenario” mediante una resolución de alcaldía y medalla de oro. Ha publicado los libros de cuentos Tiempos de Colambo (1996), Colina Cruz (2011) y pronto aparecerá un nuevo libro de cuentos, así como la saga para niños Cuentos apapachos. Algunos de sus cuentos han sido seleccionados en diversas antologías de narrativa breve y ha trabajado como periodista en los diarios “La Voz”, “El Universal”, “La República”, “Ojo” y la revista “Somos” del diario “El Comercio”, entre otros. Igualmente ha participado en conferencias, recitales y seminarios de Literatura, y en diversas ferias nacionales e internacionales de ciudades como Cusco, Ayacucho, Puno, Huánuco, Tarma, Barranca, Tarapoto, Lima, Huancayo, entre otras. Es director-fundador del sello Hipocampo Editores. Igualmente, en Hipocampo Editores hemos logrado el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura del Perú por el libro de poesía Usina de dolor de Antonio Cillóniz de la Guerra en el 2019. Este 2020 también obtuvimos el Premio Luces del diario El Comercio por el libro de cuentos Hijos de la guerra de Enmanuel Grau. Durante estos 22 años de existencia en Hipocampo Editores hemos publicado a autores muy importantes de la literatura peruana, como Hildebrando Pérez Grande (Premio Casa de las Américas), José Antonio Mazzotti (Premio Lezama Lima de Casa de las Américas), Antonio Cillóniz de la Guerra (Premio Nacional de Literatura 2019), Dalmacia Ruiz-Rosas Samohod, Roger Santiváñez, Marco Martos y muchísimos más.
Dibujos: Edmer Montes
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