ÓSCAR FERNÁNDEZ, Portavoz de la miseria, novela,
Hipocampo, agosto 2022.
Depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº: 2022-06266
ISBN 978-612-5002-22-8
Óscar Fernández Vásquez es Ingeniero Civil de profesión, pero con una marcada inclinación humanista; nació un 29 de octubre en el puerto de Vigo, España. Su obra literaria está caracterizada por el realismo y el reclamo social, escribe sobre las preocupantes condiciones actuales; dando voz a los marginados. Ha publicado la novela El Inframundo en el 2004, inspirada en un infierno que casi le cuesta la vida en Haití; desde ese año el autor no ha parado de plasmar la realidad que percibe y aqueja al mundo. Portavoz de la miseria, su cuarta novela, es una obra estandarte con la que emprendió una gira por España y México llamada “Disparos desde la primera frase 2004-2008”, la cual marcó un hito en la carrera del este escritor.
PORTAVOZ DE LA MISERIAEn esta novela se cuenta la historia de Leticia, quien sólo es un nombre sin apellidos, de un origen incierto, y su destino está signado por la fatalidad.
Leticia está sola y con el alma rota, abusada, discriminada y vendida, sin un lugar digno donde comer o dormir.
Esta es la cruda realidad que enfrentan miles de niñas y mujeres indígenas de México, quienes además de sufrir la ya conocida severidad de la pobreza en las ciudades, en sus tierras, también son víctimas de un código de conducta llamado “Usos y Costumbres”, en el que se considera aceptable la venta de las hijas de familia por dinero o ganado.
En pocas palabras, este segmento de la población es vulnerado tanto por la tradición como por la modernidad
PORTAVOZ DE LA MISERIA
En esta novela se cuenta la historia de Leticia, quien sólo es un nombre sin apellidos, de un origen incierto, y su destino está signado por la fatalidad.
Leticia está sola y con el alma rota, abusada, discriminada y vendida, sin un lugar digno donde comer o dormir.
Esta es la cruda realidad que enfrentan miles de niñas y mujeres indígenas de México, quienes además de sufrir la ya conocida severidad de la pobreza en las ciudades, en sus tierras, también son víctimas de un código de conducta llamado “Usos y Costumbres”, en el que se considera aceptable la venta de las hijas de familia por dinero o ganado.
En pocas palabras, este segmento de la población es vulnerado tanto por la tradición como por la modernidad
Prólogo
“Chale mi güero, ¿tú crees que cuando todo esto termine, habrá un lugar para mí?”—Lety
La mirada reprobatoria del extranjero es algo con lo que los pueblos latinoamericanos están habituados a lidiar, aunque no por ello deje de molestarles que un foráneo les pretenda explicar su historia, como sucedió por largo tiempo, sobre todo antes de que las repúblicas independientes comenzaran a surgir en el continente. El presente libro está involucrado en el ámbito de la literatura, no en el del periodismo ni en el de la historia —aunque comparte características de la crónica—. Es una memoria, sí, pero con la inevitable intromisión de la perspectiva del autor, Óscar Fernández, quien, más allá de emitir un juicio inquisidor sobre el drama que aquí se cierne, vuelve suya la protesta por un mundo más justo. También es necesario mencionar que, aún después de 13 años, la historia de Leticia retratada en Portavoz de la miseria se ha vuelto más vigente que nunca. Estas páginas, contadas a través de las letras de Fernández, superan el reproche y el prejuicio cultural para dar paso a un reclamo social alejado de cualquier polarización u opinión política. Es decir, estamos ante una crítica más humana. Las condiciones en las que el autor conoció a Lety y se involucró con ella fueron tan impactantes para él, que emprendió una lucha imparable por transmitir su relato a través del libro. La batalla de una mujer indígena se convirtió en la guerra de un joven escritor, una librada sin fusiles, sino con palabras. Tras varias ediciones de Portavoz de la miseria, les presentamos ahora esta edición revisada conmemorativa, que podríamos calificar, sin riesgo a exagerar, como la “definitiva”. No pierdan la oportunidad de conocer el testimonio de Leticia, su camino plagado de dificultades, pero también de esperanza. Una vez más, los invitamos a sumergirse en esta obra, pero también a observar nuestro entorno y a aceptar nuestra realidad, con el fin de que desde nuestra trinchera tomemos acciones para que delitos como la trata de personas, el lenocinio y la discriminación, sean parte de un pasado desterrado de nuestro territorio.
/.../Mi pobre cantón
En el estado de Chiapas, a unos cuantos kilómetros de San Cristóbal de las Casas, yace un pequeño pueblo dentro del “Valle Escondido”, cuyos cerros y cruces marcan los lugares emblemáticos o de carácter sagrado. Allí, en el sur de México, un país con una gran variedad de costumbres, pueblos y lenguas indígenas, nació Leticia cierto día de 1980. Su comunidad, aunque de raíces prehispánicas, era católica, pues como en toda Latinoamérica, existe un sincretismo, una mezcla de las tradiciones originarias con las de los colonos europeos —en su mayoría españoles— que impusieron la religión católica. Allí comienza su historia, y aquí comienza ella a contárnosla:Soy indígena, crecí en un pequeño pueblo, un pueblo donde todos los días pasaban las mismas cosas. Como algunas personas dicen: “a veces la costumbre es lo más fuerte en la vida”.Mi casa era muy pobre, aún la recuerdo. Una parte estaba hecha de cemento y otra parte era de tepetate amarillo, que se miraba rojito cuando el sol salía por la mañana. A esas horas el cantadero de los gallos me despertaba y desde mi catre me quedaba mirando al techo de lámina, ¿cómo olvidarlo? Aquellas tardes de lluvia el sonido era retefuerte y retumbaba. También recuerdo las puertas, que eran de tela, tejidas a mano por mi madre. La única diferente era la puerta principal de la casa, que era de madera tallada con lija, para que no nos astilláramos. El baño era una letrina bien grandota que estaba afuerita de la casa, porque había muchas moscas. Aún recuerdo muy bien esos caminos de piedra que me lastimaban los pies al ir corriendo, también a toda esa gente que vivía en mi pueblo. A algunos los recuerdo con cariño, a otros no tanto, pero así vivíamos los descendientes directos de los mayas.¿Y qué digo de mi familia?, mi familia… pues mi padre se llamaba Crescencio. Don Crescencio era el que mandaba en la casa, siempre estaba enojado y era muy gritón, por eso yo y mis hermanos le teníamos harto miedo. Las tardes eran muy feas cuando mi padre traía a sus amigos a la casa, se emborrachaban hasta estar tirados en el piso, y nosotras sus hijas los teníamos que atender. Nos trató siempre como sirvientas, pero esas tardes eran peores porque nos insultaba y nos gritaba, y así pasó el tiempo hasta que mi padre poco a poco se hizo alcohólico, dejó de trabajar las tierras y comenzó a tomar durante todo el día. Mi mamá se llamaba Fausta, era el alma de la casa. Mis hermanas y yo trabajábamos la tierra con ella, pues mi madre era muy movida y luchona, nos quería harto. Siempre estaba callada, aunque el ladino de mi padre le pegara y gritara sin razón. Ella siempre aguantaba, era mi ejemplo de vida.Yo fui la quinta hija de doce hermanos, ni cabíamos, vivíamos todos amontonados en la casa. El mayor se llamaba Crescencio, como mi padre, y tenía el mismito carácter, por eso era el consentido. Desde chamaco mi papá se lo llevaba con él a tomar, lo presumía con sus amigos y se ponían bien borrachos los dos. La verdad nunca entendí por qué Crescencio no fue a la escuela, ya que además de ser alcohólico, tampoco trabajó ni ayudaba en la casa. Pero nadie podía decir nada, así era mi gente, y así era mi pueblo.Detrás de Crescencio seguía mi hermana Luisa. Era muy buena y trabajaba bien duro como mi mamá, Luisa siempre fue buena conmigo.Luego estaban Elba y Rosario. Elba era muy distraída, siempre andaba en la luna, y Rosario era muy calladita, nunca hablaba con nadie.Seguimos yo, y luego Magda, en ese orden. Magda era la niña retobona(1) que siempre se andaba quejando de que éramos pobres y de la manera en que vivíamos. Claro que frente a mi padre no decía nada, sino le iba como en feria(2).De Magda siguió Rogelio. Él se murió de chiquito, andaba jugando en el techo cuando se cayó y se descalabró. La mera verdad es que eso nunca se me olvidó, me ponía retebien triste cuando me acordaba. Hasta lo soñaba así como lo vi, era bien feo. Tras Rogelio nació mi hermano Jonás, a él lo recuerdo como un niño travieso. En seguida mi mamá tuvo a una niñita, pero se le murió a los ocho días de nacida. Se enfermó de pulmonía, y pues en mi pueblo qué médico ni que nada, sólo podíamos esperar al voluntariado y la chiquita no aguantó. Pobre bebita, no pudimos hacer nada por salvarla, y aunque no la bautizaron, mis hermanas y yo le dijimos a mi mamá que le pusiera Estrellita, pa’ que nos cuide desde el cielo.Mis otros tres hermanitos aún no caminaban en aquel tiempo. Eran dos niñitas y un bebé: Clarita, Amandita y Eusebio, el más pequeñito. Pobrecito, nació con labio leporino, el doctor le dijo a mi mamá que eso le pasó porque mi papá tomaba harto.Éramos muchos, y mi papá nos trataba de forma distinta a las mujeres y a los hombres. Todo el día se la pasaba en la cantina y cuando llegaba a casa por las noches, cuidadito y estuviéramos despiertos, se ponía de mal humor y nos pegaba. Todos le teníamos mucho miedo, incluso a veces levantaba a mi mamá de los cabellos y hacía que atendiera a su bola de amigotes. La verdad yo pensaba que mi papá era malo, y que no nos quería.Las mujeres de la casa nos levantábamos todos los días a las cuatro de la mañana. Unas araban la tierra, otras hacíamos las tortillas de maíz para que desayunaran nuestros hombres y otras prendían el fuego para cocinar. A veces íbamos a la escuela, aunque mi papá decía que eso era pura perdedera de tiempo. Pero eso sí, todos los domingos íbamos a misa…Así era mi vida, y así era mi pueblo. No pensaba que hubiera nada más, y pues creo que así era feliz.
/.../1. Persona que responde molesta y está en desacuerdo ante lo que se le pide. Ejem.: Responder desafiante a los padres.
2. Ser objeto de pésimas situaciones. Ejem.: “Me fue como en feria; me robaron y golpearon”.
Prólogo
“Chale mi güero, ¿tú crees que cuando todo esto termine,
habrá un lugar para mí?”
—Lety
La mirada reprobatoria del extranjero es algo con lo que los pueblos latinoamericanos están habituados a lidiar, aunque no por ello deje de molestarles que un foráneo les pretenda explicar su historia, como sucedió por largo tiempo, sobre todo antes de que las repúblicas independientes comenzaran a surgir en el continente.
El presente libro está involucrado en el ámbito de la literatura, no en el del periodismo ni en el de la historia —aunque comparte características de la crónica—. Es una memoria, sí, pero con la inevitable intromisión de la perspectiva del autor, Óscar Fernández, quien, más allá de emitir un juicio inquisidor sobre el drama que aquí se cierne, vuelve suya la protesta por un mundo más justo.
También es necesario mencionar que, aún después de 13 años, la historia de Leticia retratada en Portavoz de la miseria se ha vuelto más vigente que nunca. Estas páginas, contadas a través de las letras de Fernández, superan el reproche y el prejuicio cultural para dar paso a un reclamo social alejado de cualquier polarización u opinión política. Es decir, estamos ante una crítica más humana.
Las condiciones en las que el autor conoció a Lety y se involucró con ella fueron tan impactantes para él, que emprendió una lucha imparable por transmitir su relato a través del libro. La batalla de una mujer indígena se convirtió en la guerra de un joven escritor, una librada sin fusiles, sino con palabras.
Tras varias ediciones de Portavoz de la miseria, les presentamos ahora esta edición revisada conmemorativa, que podríamos calificar, sin riesgo a exagerar, como la “definitiva”. No pierdan la oportunidad de conocer el testimonio de Leticia, su camino plagado de dificultades, pero también de esperanza.
Una vez más, los invitamos a sumergirse en esta obra, pero también a observar nuestro entorno y a aceptar nuestra realidad, con el fin de que desde nuestra trinchera tomemos acciones para que delitos como la trata de personas, el lenocinio y la discriminación, sean parte de un pasado desterrado de nuestro territorio.
/.../Mi pobre cantón
En el estado de Chiapas, a unos cuantos kilómetros de San Cristóbal de las Casas, yace un pequeño pueblo dentro del “Valle Escondido”, cuyos cerros y cruces marcan los lugares emblemáticos o de carácter sagrado. Allí, en el sur de México, un país con una gran variedad de costumbres, pueblos y lenguas indígenas, nació Leticia cierto día de 1980. Su comunidad, aunque de raíces prehispánicas, era católica, pues como en toda Latinoamérica, existe un sincretismo, una mezcla de las tradiciones originarias con las de los colonos europeos —en su mayoría españoles— que impusieron la religión católica.
Allí comienza su historia, y aquí comienza ella a contárnosla:
Soy indígena, crecí en un pequeño pueblo, un pueblo donde todos los días pasaban las mismas cosas. Como algunas personas dicen: “a veces la costumbre es lo más fuerte en la vida”.
Mi casa era muy pobre, aún la recuerdo. Una parte estaba hecha de cemento y otra parte era de tepetate amarillo, que se miraba rojito cuando el sol salía por la mañana. A esas horas el cantadero de los gallos me despertaba y desde mi catre me quedaba mirando al techo de lámina, ¿cómo olvidarlo? Aquellas tardes de lluvia el sonido era retefuerte y retumbaba. También recuerdo las puertas, que eran de tela, tejidas a mano por mi madre. La única diferente era la puerta principal de la casa, que era de madera tallada con lija, para que no nos astilláramos. El baño era una letrina bien grandota que estaba afuerita de la casa, porque había muchas moscas.
Aún recuerdo muy bien esos caminos de piedra que me lastimaban los pies al ir corriendo, también a toda esa gente que vivía en mi pueblo. A algunos los recuerdo con cariño, a otros no tanto, pero así vivíamos los descendientes directos de los mayas.
¿Y qué digo de mi familia?, mi familia… pues mi padre se llamaba Crescencio. Don Crescencio era el que mandaba en la casa, siempre estaba enojado y era muy gritón, por eso yo y mis hermanos le teníamos harto miedo. Las tardes eran muy feas cuando mi padre traía a sus amigos a la casa, se emborrachaban hasta estar tirados en el piso, y nosotras sus hijas los teníamos que atender. Nos trató siempre como sirvientas, pero esas tardes eran peores porque nos insultaba y nos gritaba, y así pasó el tiempo hasta que mi padre poco a poco se hizo alcohólico, dejó de trabajar las tierras y comenzó a tomar durante todo el día.
Mi mamá se llamaba Fausta, era el alma de la casa. Mis hermanas y yo trabajábamos la tierra con ella, pues mi madre era muy movida y luchona, nos quería harto. Siempre estaba callada, aunque el ladino de mi padre le pegara y gritara sin razón. Ella siempre aguantaba, era mi ejemplo de vida.
Yo fui la quinta hija de doce hermanos, ni cabíamos, vivíamos todos amontonados en la casa. El mayor se llamaba Crescencio, como mi padre, y tenía el mismito carácter, por eso era el consentido. Desde chamaco mi papá se lo llevaba con él a tomar, lo presumía con sus amigos y se ponían bien borrachos los dos. La verdad nunca entendí por qué Crescencio no fue a la escuela, ya que además de ser alcohólico, tampoco trabajó ni ayudaba en la casa. Pero nadie podía decir nada, así era mi gente, y así era mi pueblo.
Detrás de Crescencio seguía mi hermana Luisa. Era muy buena y trabajaba bien duro como mi mamá, Luisa siempre fue buena conmigo.
Luego estaban Elba y Rosario. Elba era muy distraída, siempre andaba en la luna, y Rosario era muy calladita, nunca hablaba con nadie.
Seguimos yo, y luego Magda, en ese orden. Magda era la niña retobona(1) que siempre se andaba quejando de que éramos pobres y de la manera en que vivíamos. Claro que frente a mi padre no decía nada, sino le iba como en feria(2).
De Magda siguió Rogelio. Él se murió de chiquito, andaba jugando en el techo cuando se cayó y se descalabró. La mera verdad es que eso nunca se me olvidó, me ponía retebien triste cuando me acordaba. Hasta lo soñaba así como lo vi, era bien feo.
Tras Rogelio nació mi hermano Jonás, a él lo recuerdo como un niño travieso. En seguida mi mamá tuvo a una niñita, pero se le murió a los ocho días de nacida. Se enfermó de pulmonía, y pues en mi pueblo qué médico ni que nada, sólo podíamos esperar al voluntariado y la chiquita no aguantó. Pobre bebita, no pudimos hacer nada por salvarla, y aunque no la bautizaron, mis hermanas y yo le dijimos a mi mamá que le pusiera Estrellita, pa’ que nos cuide desde el cielo.
Mis otros tres hermanitos aún no caminaban en aquel tiempo. Eran dos niñitas y un bebé: Clarita, Amandita y Eusebio, el más pequeñito. Pobrecito, nació con labio leporino, el doctor le dijo a mi mamá que eso le pasó porque mi papá tomaba harto.
Éramos muchos, y mi papá nos trataba de forma distinta a las mujeres y a los hombres. Todo el día se la pasaba en la cantina y cuando llegaba a casa por las noches, cuidadito y estuviéramos despiertos, se ponía de mal humor y nos pegaba. Todos le teníamos mucho miedo, incluso a veces levantaba a mi mamá de los cabellos y hacía que atendiera a su bola de amigotes. La verdad yo pensaba que mi papá era malo, y que no nos quería.
Las mujeres de la casa nos levantábamos todos los días a las cuatro de la mañana. Unas araban la tierra, otras hacíamos las tortillas de maíz para que desayunaran nuestros hombres y otras prendían el fuego para cocinar. A veces íbamos a la escuela, aunque mi papá decía que eso era pura perdedera de tiempo. Pero eso sí, todos los domingos íbamos a misa…
Así era mi vida, y así era mi pueblo. No pensaba que hubiera nada más, y pues creo que así era feliz.
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