domingo, 13 de septiembre de 2020

Para que Carmela me ame, libro de cuentos de Cecilia Granadino



CECILIA GRANADINO
Actriz, narradora y compositora, se graduó en Lengua y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, también realizó estudios de comunicaciones y arte en la Pontificia Universidad Católica de Lima, así como en Alemania, Holanda e Inglaterra. El año 2015 el Ministerio de Cultura del Perú la distinguió como Personalidad Meritoria de la Cultura por su trayectoria como investigadora de las artesanías peruanas y recoger la tradición oral.
Huaralina, norteña, peruana a todo dar. Debió ser el varón que tanto esperaba la familia, salió mujer. Debió morir en el parto, como murió su mellizo, ella sobrevivió. Debió quemarse en los infiernos por curiosa y atrevida, la pequeña decidió otra cosa y siguió preguntando: ¿por qué? Desde ese día se inició la historia, el gran cuento que ha sido y es la vida de Cecilia Granadino. Ella sigue recorriendo su camino de cuentos, mitos, leyendas y canciones. 
Entre las obras de Cecilia Granadino destacan los cuentos infantiles: Un paraíso aquí y El cuento del pero... (Deuda externa para niños), así como sus discos de canciones Sapito cancionero. Reconocidos son sus trabajos de recopilación oral Cuentos de nuestros abuelos quechuas, Las ranas embajadoras de la lluvia, cuentos de la isla de Taquile (coautoría con Cronwell Jara) y Cuentos de nuestros abuelos africanos. Su última entrega en cuentos: Un hombre sentado en la banca de mis ilusiones (2014) fue publicado por nuestro sello editorial. 

El lector agradecerá este libro deleitable, suculento, lleno de historias y personajes inolvidables. Y es que Cecilia Granadino es una de las narradoras peruanas más relevantes. No solo por su dominio de las técnicas más variadas del relato contemporáneo y la riqueza expresiva de su prosa vivaz, palpitante, arrolladora como un río en crecida. Sino porque resulta única dentro del buen momento que está viviendo la narrativa escrita por mujeres, a nivel nacional e internacional.

RICARDO GONZÁLEZ VIGIL: "Única porque ninguna otra autora se nutre como ella, a la vez, del legado de la tradición oral (cosmovisión realmaravillosa, rasgos sapienciales de los mitos y leyendas, humor soterrado contra la dominación impuesta por la cultura “occidental” y la “globalización”, etc.) y la efervescencia de corrientes y texturas (con secuelas “modernas”, con posturas “posmodernas”) de la “ciudad letrada”, abierta en su caso (como en los de otros grandes narradores peruanos: Ciro Alegría, José María Arguedas y César Calvo) a todas nuestras sangres."

CRONWELL JARA JIMÉNEZ: "Para que Carmela me ame, libro de cuentos de Cecilia Granadino Penalillo, confirma que es una escritora que posee contundencia narrativa, claridad y brillantez. Cada relato de este libro, repartido en tres estancias trasmite contenida tensión dramática, estremecimiento y ternura; nos provoca reflexiones trascendentes del destino, la vida, el amor, la muerte, la soledad, el desamor y las frustraciones. Posee fresca vitalidad, estilo propio y un modo poético de conmover, tan acertado, que nos evoca un hondo y desgarrador sentimiento andino, sin caer en patetismos ni cursilerías. Su talla es continental."

 

PARA QUE CARMELA ME AME

    ¿Era una premonición? 
    La enorme mariposa, la gigantesca y bella mariposa, avanzaba meciéndose como una nube ligera acudiendo a una cita inexorable. En su rostro escondía la sutileza del insecto pero también la fuerza y locura de un dragón. Se bamboleaba bajo el cielo azul intenso, a veces interponiéndose entre el sol y los techos de carrizo del poblado.
    Ante la sorpresa por su aparición, hombres, mujeres y niños corrieron hacia la placita para observarla mejor y con las miradas arriba siguieron su vuelo de tornasoladas transparencias.
El espectáculo era muy hermoso, como si los vitrales de la capilla se hubieran desprendido de sus estructuras y volaran dejando pasar la luz a través de sus rojos, verdes, azules, violetas y naranjas. Un arcoiris trasparente que dejó momentáneamente mudos a todos.
Repuestos del susto inicial, repararon en la belleza de esa cometa extraña que nadie sabía de dónde apareció.
    —¡Qué maravilla! —dijo el sastre Ramiro, achaparrado, bigote finito y el corazón dispuesto siempre para la novedad y el trabajo. ¿De quién será la ocurrencia?
    —Estará bonito el espectáculo, pero muy mal hecho —rezongó Agapito el bodeguero, el llamado «Tres pies al gato», porque andaba siempre buscando la sinrazón, era un aguafiestas frustrado. Y continuó: si la cometa se enreda en los cables de luz puede ocasionar un problema.
    —Ya Don Agapito —dijo la gorda Esmeralda—, déjese de arruinarnos la alegría. Esa cometa con forma de mariposa-dragón es una obra de arte, ¿cuándo hemos visto semejante hermosura en este pueblo donde nunca ocurre nada? —calló al bodeguero que seguía rezongando. 
    Y todavía agregó el hombre:
    —Yo le pondría una multa al ocurrente ¿Qué pasa si hay un corto circuito?
    —¡Fiuuu¡ ¡Shhhhh! —lo callaron todos, mientras la cometa cabeceaba por un contraviento y parecía que iba a caer. Un tirón del hilo y la cometa remontó el vuelo y se exhibió en todo su esplendor.                 Admirable el talento con el que la conducía su dueño.
    —¿Pero, quién es? —todos curiosos, anhelantes.
    La cometa continuó con el vaivén ondulante de su danza, coloreó con su alegría cada casa, cada rincón, cada huerta. Los pajarillos volaban alborotados. Una bandada de pericos asustados, se levantó por algún lugar buscando otros territorios. Las callecitas se llenaron de magia, la torre de la capilla pareció elevarse en el aire. Cahuachi, ese pequeño pueblo en medio del desierto, se estremeció observando la fascinación que producía la mariposa, mientras sus corazones se llenaban de una paz que los hacía sonreír como antes, cuando con bombos y platillos festejaban sus retretas.
    —¡Carmela, Zambita! ¿Qué haces metida en tu tienda? Sal, mira la fiesta que te estás perdiendo —apurada entró al bazar del pueblo Esmeralda cargando con sus caderas enormes y la bemba que resoplaba.
    Carmela, con sus alegres veintiún años, salió a tropezones, las chancletas se le enredaron y casi se cae. Cuando vio la cometa, quedó muda. Fue la emoción o qué sería, los ojos le brillaron y una lágrima quiso rodar, pero ella la ahogó entre sus dedos... algo intuiría.
    Era una cosa que, de tan grande, espantaba a los pájaros. Era mil veces más grande que la barboletta más impresionante del mundo. Sí, barboletta, como llamaba Don Ramiro a las mariposillas de su huerto: barbolettas. La cometa iba y venía, parecía querer comunicarse con la vida, parecía tener venas, arterias. Era tan viva que todos hasta esperaban que cantara. 
Pero no era necesario que la cometa dijera algo, sus movimientos de imponente aire oriental lo decían todo.
    —Este es un regalo a la vida, nunca lo esperé —se le oyó decir a Carmela.
Con su cola de papel y trapos de varios metros de largo, la cometa temblorosa dio algunas vueltas e hizo que los perros, allá abajo, ladraran sin saber a dónde meterse. Mugieron unos toros en los corrales y un asno rebuznó por algún lugar.
    —¡Miren, miren! ¿Qué es eso? —se preguntaban los recién llegados.
    En medio del vocerío que había estallado, luego del éxtasis inicial, alguien sugirió:
    —Hay que seguir el hilo y descubrir quién realizó este milagro —algunos corrieron hacia el río o al cerrito del estanque, el resto se dispersó pero inesperadamente nadie retornó a sus quehaceres. El evento había sido demasiado motivador, todo era risas, recuerdos de tiempos idos, deseos de hacer algo nuevo para el pueblo.
    Carmela, la hermosa zambita currupantiosa, la «pura risa» fue la única que se retiró a la sombra de su tienda. Quiso reír, burlarse, coquetear por cualquier cosa como siempre lo hacía, pero algo la retuvo, casi lo adivinaba. 
    La noticia corrió como viento de agosto: ¡Sorpresa! ¡El hacedor de la impresionante mariposa-dragón era el chino Len! Nadie lo hubiera imaginado. Lo único que sabían de él era que cuando llegó a Perú desde Pekín, flaco, cabello hirsuto que trataba de someter usando un gorro extraño, de inmediato se había dedicado a buscar un lugar donde establecer un negocio. Había aparecido por el pueblo unos tres años antes mientras recorría la costa. A nuestro Cahuachi llegó de casualidad por una conexión mal hecha de buses interprovinciales, sin embargo allí estaba, sería el destino. Cahuachi no era el mejor lugar, pero cuando el joven Len conoció a Carmela, le encontró un sabor al pueblo y se quedó. Y ahora los sorprendía con esa cometa extraña y bella.
    La tarde era de una tibieza agradable, se armaron grupos frente a las puertas y el que menos invitó una chicha, caramanducas, maní tostado. Los pobladores tenían el alma revuelta y alegre. Fue larga la tertulia. Despertó la imaginación de la gente. Ramiro, el sastre, propuso organizar un concurso de cometas, se añadió a su idea la de resucitar los bailes anuales, un festival de comidas, de todo. Era como si alguien hubiera apretado un botón y activado las mentes adormecidas de los pobladores, acostumbrados ya a su rutina. 
    Carmela, tras el mostrador de su bazar, tejía un pullover para su amigo Santiago Len, el chino Len, quien sentado en la silla de mimbre como tantas tardes, la visitaba y la adoraba hasta el desmayo.
    —Ya, pues, Carmelita, ¿cuándo darme el sí?
    —Ay, chinito, ya te he dicho que no y punto. Con cometa o sin cometa, la respuesta es ¡No!
    —Tú me dijiste: «aquí no pasar nada, pueblo estar muerto. ¿Quién puede sembrar ilusiones aquí? Tal vez si ocurriera milagro yo cambiara, pero no creo». Eso dijiste mi Carmela. Yo por ti hacer que sucedan cosas nuevas, que tú y tu pueblo sean un jardín feliz. Imaginación no me va a faltar. Así será tu vida conmigo, negrita, llena de fantasía. Anda, quiéreme un poquito —decía el chino en su media lengua, tanto que Carmela, burlona, se echó a reír.
Carmela reía y meneaba la cabeza como si un imposible ocupara su corazón. 
    Habían pasado seis años desde que el chino Santiago Len llegó a Cahuachi y todavía pasarían tres años más sorprendiendo a Carmela y a la población con sus demostraciones de amor. Y cada día después de sus labores en el chifa, venía a la tienda, se sentaba en la silla de mimbre que por años lo esperaba junto al mostrador y trataba de convencer a Carmela.
    —Qué no haría yo para que Carmela me ame —decía. Cada mañana repetía la frase como una oración, por eso en el pueblo la sabían de memoria. ¿Acaso no hizo volar una avioneta por toda la zona jalando un cartel que decía en letras inmensas «Para que Carmela me ame»? De allí que, con el correr del tiempo, la frase se volvió un dicho popular refiriéndose a algo difícil de lograr.
     —El Cesitar, mi hijo menor, dice que estudiará en Inglaterra —comentaba Agapito al sastre Ramiro        —. Y yo le digo «estás buscándote un para que Carmela me ame. Ponte a trabajar primero, o no conseguirás nada».
    El chino Len hizo de todo para conquistarla.
    Sobrevoló la zona en parapente, casi murió estrellado contra un roquedal ya que la pequeña pampa que cobijaba al pueblo se recostaba contra unas montañas y había que conocer los vientos que la cruzaban porque a veces se volvían contrarios e inesperados. Repitió la experiencia muchas veces hasta que llegó a conocer todo lo necesario para convertir a Cahuachi en un lugar apropiado para practicar ese deporte. El pueblo empezó a desperezarse de la modorra y se ocupó del negocio.
    En otro momento organizó un encuentro de poetas. Llegaron invitados de todo el país. Hubo kermés, desfile de colegios y de los participantes al evento, espectáculos de teatro, títeres y cuentacuentos. Cahuachi despertó de su letargo. Se armaron comisiones para diferentes actividades: un museo, construcción de vías de acceso a los restos arqueológicos, restaurantes, servicios de transporte, hoteles. Todo era vida ahora, hasta don Agapito, el «Tres pies al gato» , descubrió un raro don que había perdido y recuperando el optimismo lideraba la tarea «poniendo en valor los acueductos precolombinos» que eran una joya de arquitectura agrícola. A lo largo del año, las nuevas actividades y estos proyectos dinamizaron a la población mejorando la calidad de vida de los Cahuachinos. 
    Carmela continuaba riendo, cimbreándose al caminar, animando a los vecinos, haciendo cadenetas para adornar los salones de baile, la plaza y todo sitio donde se festejara algo. La asediaban muchos pretendientes. Cada día se la veía como una flor madura, cada vez más guapa y esquiva. A todos respondía a punta de risas y burlas, ella solo tenía tiempo y ternuras para el chino Len, a quien atendía en su casa, le servía el té, limpiaba sus zapatos y le preparaba su arroz chaufa con ajonjolí, tamarindo y langostinos, lo que hacía que los demás pensaran en una próxima fiesta de farolitos chinos y el casamiento. 
    Las amigas y las vecinas se preparaban para la boda fastuosa que el chino armaría. Pensaban en qué traje vestirían, quién haría la torta, si vendrían los parientes de Len desde la lejana China. Era una conmoción imaginarse las celebraciones de ensueño y la televisión filmando.
    Sin embargo la respuesta de Carmela continuaba siendo negativa. Algo sucedía, algo extraño, porque después de cada ¡no!, cuando el chino prometía irse muy lejos para olvidarla, el rostro de la Carmela se ensombrecía. Aun así él siguió visitándola por las tardes y contemplando desde la silla de mimbre sus manos, su sonrisa, y su cabello de mulata. Llegaba luciendo las prendas que la «Pura risa» tejía o confeccionaba para él. Hacía un calor horrible en ese desierto de lagartijas, pero Len se colocaba su pullover o su gorra y se aparecía en la tienda con alguna flor, un perfume, o un frasco de mermelada para endulzarla.
    Esmeralda y Flora, las amigas más cercanas, la criticaban y le hacían recomendaciones.
    —¿Qué esperas Carmela? Es el mejor partido aquí, y te adora. ¿Qué te pasa?
    —Se va a aburrir de tanto ¡no! No seas tonta, se va a ir. Te vas a quedar sola.
    —Piensa. Ya tuvo bastante paciencia, no juegues con él.
    —¿Eres machorra? —llegó a preguntar directamente la gorda.
    —¡No seas idiota! —renegó Carmela—. ¿Y, además, a ustedes qué les importa? —con ira las sacó de la tienda y cerró la puerta. 
    —Oye, Negrita, no juegues conmigo, ¿cuándo nos casamos? —preguntó ese día Len.
    —Déjate de molestar —se engrió Carmela. Te quiero como amigo, ya sabes. Ven, acércate para probar el largo del pullover que te estoy tejiendo.
    —No puedo y no quiero —respondió el chino molesto. ¿Cómo acercarme a ti si me desmayo de amor?
    —Ya, pues, no seas así —y Carmela le quitó el gorro y acarició su cabeza.
    —¡No me toques! —el chino Len dio un salto. Ya lo decidí, hace años que vengo insistiéndote. Me voy para siempre, no me volverás a ver —y salió furioso de la tienda.
    A Carmela le confirmaron que definitivamente Len había partido en el bus hacia Nasca con cuatro maletas y su perro.
    La sonrisa de la zamba se borró desde ese día. Se apagó como una mariposita desmayada ante el calor de un foco de luz. Nada la alegró, ni quiso hablar con nadie. Santiago Len había salido de su vida y qué solas y qué vacías eran sus tardes ahora mirando la desocupada silla de mimbre. ¿Por qué lo dejó ir? Se preguntaban las amigas, las vecinas. El pueblo ya no sería el mismo sin la alegría de ella y sin las locuras de Len. La gente se había acostumbrado a la pareja y cuánto se identificaba con ella. Muchos apostadores habían perdido sus reales creyendo que de todas formas habría matrimonio. Entre ellos, Esmeralda y Justino.
    Así pasaron los meses entre vientos arremolinados levantando arena y la falta de lluvias. Pero el pueblo trabajaba, no volvió a su modorra anterior, el chino dejó escuela entre los jóvenes y todos tenían la moral bien alta. Menos Carmela que extrañamente seguía tejiendo chompas y bufandas, esperando un viento diferente que le trajera un poco de alegría. Pero ya no era posible, su amor había partido y ya no volvería.
    Entonces, sucedió algo inexplicable. Llegaron a la población en camiones y buses como trescientos niños y una banda de cuarenta músicos. Primero se armó una retreta en la plaza, bajo la glorieta de aire chino que Len había construido. Luego se inició un paseo de antorchas alucinante. Danzaron ante los ojos del sorprendido pueblo: dinosaurios, gatos, delfines, gallinas de cresta dorada, un dragón estilo Moche, burros con botas, una abeja en su trapecio, una jirafa tierna vestida como una virgen y una enorme Carmela reilona.
    ¿Otra demostración de amor del chino Santiago? —especularon los pobladores. Pero Len no se apareció, ni los visitantes pudieron responder cuando les preguntaron quién los había enviado.
    Carmela era la única que sabía algo porque esa misma tarde un taxista que vino desde Nasca dejó sobre su mostrador un sobre, luego de asegurarse que entregaba la misiva a la señorita Carmela Pereyra.
Cuando leyó la tarjeta, olorosa a flores de durazno, en la que el chino Len le planteaba por última vez matrimonio, sollozó y supo que no había paso atrás posible. Todo había terminado. Su respuesta también esta vez sería ¡No!
    Él le pedía que fuera un sí o un no, su decisión se la comunicara al pueblo de Ingenio, donde esperaría unos días. Carmela se desesperó, no había remitente en el sobre ni ninguna otra seña, cómo podría comunicarle su negativa para que su chino adorado no siguiera aguardando por una respuesta que nunca llegaría. ¡Qué absurdo! En esos días, Carmela imaginó cuánto tiempo esperó Len en su angustia y esperanza. Seguró la odió. La odió mil veces por no escribirle. Carmela lloró, lloró tanto que en su rostro aparecieron las primeras arrugas. 
    Pasó el tiempo y con los años fue recuperando el ánimo y poco a poco volvió a reír y fue madrina de muchos niños que alumbraron las amigas. Les tejió todo tipo de ropitas y siguió apoyando al pueblo en todas sus iniciativas en memoria de Santiago Len, su chino amado.
    Transcurrieron como veinte años. Carmela se quedó soltera, no aceptó a ninguno de los pretendientes. Por las tardes, a la hora en que el pueblo echaba la siesta, ella miraba la silla de mimbre, se secaba una lágrima y regresaba a sus quehaceres. 
    Ese domingo tranquilo y dulce como una oveja recién parida, de mirada tierna y ojos de estrellas, entró corriendo Flora la amiga de la infancia:
    —¿Ya lo viste, Carmela? ¿Ya lo viste?
    —¿Qué cosa? —preguntó la negra sobresaltada, soltando el tejido.
    —Al chino Len, parece que ha vuelto.
    A Carmela se le cayó la mandíbula, las manos le temblaron, pero se recompuso y dijo: 
    —¿De dónde sacas eso? No digas tonterías.
    —¡Ven a la puerta, mira! —Flora señaló al cielo.
    Una avioneta surcaba el cielo cubriéndolo de flores, miles, miles de flores amarillas, de retamas perfumadas que alfombraron las pistas, techos, jardines y huertas, con soles relumbrantes. Luego cayeron rosas, claveles, margaritas. El tendero ya había muerto si no hubiera sugerido una multa para el imprudente piloto que sobrevolaba Cahuachi a muy poca altura; y en vuelo atrevido cruzaba por entre las torres de la iglesia dejando caer su carga de locura y amor. Flotó en el aire un aroma profundo y embriagador. Palomas, mariposas y colibríes se unieron en danza mágica bajo la lluvia de colores perfumados. 
    Carmela no lo podía creer, reía y lloraba. ¿Será él? ¿Es él? Y se ilusionó por verlo siquiera una vez más. 
    Una comitiva desembocó por la esquina y el alcalde llevaba del brazo al visitante. A media cuadra antes de llegar a la puerta del bazar donde Carmela esperaba temblándole las piernas, las manos, los labios, ésta cerró los ojos entre ilusionada y llena de espanto. ¿Qué pasaría? ¿Qué le diría él? ¿Estaba casado? ¿A qué venía?
    Cuando la gente se detuvo ante ella, un pellizco de Flora y otro de Dominga la hicieron abrir los ojos.     El chino Len rejuvenecido, un poco más moreno, la contemplaba sonriente. Las piernas no la sostuvieron, las amigas debieron sostenerla, porque en ese momento supo que el muchacho era hijo de Santiago Len.
    —Entonces, ¡Santiago ha muerto! —sollozó y el cuerpo de la zamba se desmadejó mientras la fuerza de los sollozos sacudía sus rulos, se encabritó su pecho y el abrazo apretado que le dio al joven casi los tumba al suelo. Sobrepasado el momento, Moisés Len se presentó y con los mismos gustos de su padre pasó a sentarse a la silla de mimbre. Los vecinos se retiraron discretos.
    Mi padre nunca dejó de amarla, dijo. Mi madre lo sabía pero prefirió compartir su amor con usted a dejarlo. Fue un matrimonio feliz, que duró poco. Mamá era muy enferma y nos dejó cuando yo cumplí los nueve años. Tenemos buenos negocios de caña de azúcar en el norte, aunque es evidente que mi padre no es del todo feliz. Decidió volver a China y visitar a sus parientes. Antes quiso que yo viniera a conocerla. Yo, que ya sé de su gran amor y de sus ocurrencias por conquistarla, pensé en presentarme con flores. Disculpe si la hice llorar. Según mi padre, él asegura que usted lo amaba y nunca pudo entender por qué no lo aceptó. Vengo por su respuesta, para que él pueda encontrar la paz. 
    Carmela se había dulcificado observando al muchacho. Entonces, el chino Len estaba vivo, gracias virgencita. Moisés le preguntó:
    —¿Por qué no le respondió la tarjeta? 
    —¿Cómo iba a responder si no había remitente, ni dirección? —dijo Carmela y tartamudeó—, yo hubiera respondido, lo juro.
    —Él me dijo que detrás de la tarjeta puso las señas: «Correo Central Ingenio, Ica».
    —No miré por detrás la tarjeta, no se me ocurrió. Solo vi el sobre y lo guardé en alguna parte. Era tantísima mi pena. Volvió a los sollozos apretando el pañuelo que era un amasijo entre sus dedos.
    —¡No puedo creerlo! ¿De veras no miró el reverso de la tarjeta? No sabe lo que significó para él ir cada día al correo y no encontrar nada. Fue muriendo de a poco. La odió, la odió hasta que le crujió el corazón y se le apagó el alma. Eso me contó. Hasta ahora recuerda esos días imposibles. Cuando conoció a mi madre, ella lo ayudó mucho felizmente. Al muchacho le conmovió el dolor de Carmela, le secó las lágrimas y continuó:
    —He venido solo para preguntarle por qué no se casó con él. Por qué no aceptó a otro si tuvo muchos galanes. Por qué sigue tejiendo chalinas, gorras que no vende ni regala y las guarda para él como si fuera a llegar mañana. En el pueblo la gente me ha contado sobre su vida solitaria. Es evidente que usted lo amó. Entonces ¿por qué sus negativas? Él necesita saber por qué, por favor. Si lo amó, haga eso por él. Mi padre no se lo preguntó tal vez por orgullo, miedo, ni él mismo sabe. Pero aquí estoy yo para preguntarle ¿Por qué lo rechazaba amándolo? No tema herirlo, él quiere la verdad.
Carmela había empezado a sudar, se sofocaba, se desabotonó la chaqueta, se ventilaba con un abanico de flores.
    Despacio, casi sin voz, le contestó.
    —No creo que me atreva nunca a decírselo a nadie. Tal vez algún día a él. También lo sigo amando, dígale eso, que no me odie —y se despidieron.
    Dos noches no durmió Carmela de tanto dolor. Era una historia triste que por fin había terminado.         Entonces, luego, finalmente decidió rehacer su vida. Compró telas, haría cortinas nuevas. Y un juego de té. Todo lo que le recordara al chino Len, lo desaparecería. Tenía que vivir. Una de estas noches arrojaría a la basura la silla de mimbre. 
    Cierta tarde, retornando del mercado, al entrar en la tienda, un perfume a flores la envolvió. Allí estaba él, sentado en la silla de siempre, vistiendo un viejo pullover que ella le tejiera. Delgado, alguna arruga en el entrecejo y algo muy hondo y desconocido en la mirada.
    El chino Len había vuelto. ¿O era un sueño? No, estaba ahí y no era un sueño. Carmela dejó caer las cosas que tenía entre sus brazos, corrió hacia él y de rodillas estrechó sus manos y las besó hasta el cansancio.
    —¡Chino! ¡Chino Len, no lo puedo creer!
    —Dijiste a mi hijo que tal vez a mí me lo dirías un día. Postergué el viaje. Aquí estoy. Tú me querías, ahora lo confirmo. ¿Por qué me decías que no? Dímelo, mi Carmela. Dímelo. Y le acariciaba el cabello, besando su frente y sus ojos.
    Casi en un susurro, completamente turbada, la negra, respondió:
    —Es que no soy mujer ni para ti ni para nadie.
    —¿Por qué dices eso? No entiendo, yo te amé como eras, no importaba chino ni negro. Dime por qué     —insistió y le tomó las manos— por favor ayúdame.
    Tapándose la cara, con un hilo de voz, Carmela logró decir:
    —Porque no tengo ese nido que conduce a la fertilidad.—No encontraba las palabras y se le enredaba la lengua.
    —¿Que no tienes qué?
    —Es que no tengo útero. ¿Entiendes? No tengo útero. Así nací. En todo soy normal pero no tengo eso —el llanto la sacudió de tal manera que se ahogaba. Eran lágrimas tan desconsoladas que hasta los estantes y productos del bazar sintieron pena por la mulata—. Y tú no merecías eso. No puedo tener niños, la gente es muchas veces cruel, se iban a burlar de los dos. Dirían que te habías casado con una machorra, una qulluqwarmi, mujer infértil.
    Ella recordó el ronroneo de la avioneta cuando se alejó hasta desaparecer ese día que le dijo adiós a Moisés Len. Las últimas flores que se depositaron sobre las antiguas calles de Cahuachi simulando una alfombra suave, enterrando el amor. El tiempo se detuvo para Carmela esa tarde, como se detenía ahora.
Por fin el hombre, Santiago Len, habló:
    —Eso a chino Len no le importa, Carmela. Solo dime si me amas todavía.
    —Sí… mucho, como siempre —dijo muy bajito Carmela mirándolo a los ojos e intentando una sonrisa, acomodándole el cuello de la camisa, llorando despacito como lluvia de pétalos. Por fin había dicho lo que tuvo que decir hacía tanto tiempo. 
    —Ya nunca nos separaremos —dijo Len y la estrechó en sus brazos. Ay, mi Carmela, tontita. Que todas las lágrimas que derramamos se unan para arrojarlas al viento y nos lluevan convertidas en flores de alegría. ¿Nos casamos, entonces? 
    —Sí, hagamos la boda —respondió Carmela con ojos iluminados, tímida, insegura, pensando todavía que era un sueño, pero sonriendo como antes, con una sonrisa juvenil.
    Se hicieron los preparativos. Las bandas, llegadas de todos los rincones, atronaron el aire con sus melodías. El pueblo se dedicó a brindar, bailar y celebrar. Todo era regocijo.
    Después de la boda, la pareja se encaminó hacia la placita y por fin se supo qué contenía ese cajón enorme y misterioso que el chino Len había hecho traer. Era un globo aerostático. Y en él se alejaron Carmela y Santiago perdiéndose entre las nubes, mientras una lluvia de flores y caramelos caía sobre Cahuachi.

 

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