Licenciada en historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, fue docente en dicha casa de estudios superiores. Reconocida como primera reportera gráfica del Perú por la Asociación de Reporteros Gráficos del Perú. Militante feminista. Laboró en el diario La Prensa de Lima, en el suplemento El Caballo Rojo dirigido por el poeta Antonio Cisneros, en la revista Equis-X y en varias fotonovelas publicadas por Manuela Ramos. Del 24 de septiembre al 31 de octubre del 2015, el Centro Cultural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos le rindió homenaje a su trayectoria presentando una muestra de sus obras titulada “Años, vida, gente”.
NILO ESPINOZA HARO
Apunte de su nieto Nicolás Gutiérrez Espinoza
Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En México (1983), con su libro País de papel, obtuvo el primer premio del Concurso Hispanoamericano de Cuento. En ese país también colaboró con el maestro Juan José Arreola en el “Taller de reparación de frases”.
Ha publicado los libros de cuentos Azaroso inventario de las visiones, testimonios y recordatorios de Chinchinchín en la ciudad de los reyes (Lima, 1987), Sonata de los espectros (México, 1989 - Lima, 1990), Mar de cuentos (Lima, 1996), Caja China (Lima, 2009), Circo (Lima, 2009) y la novela Bruniquilda (Lima, 2007).
Respecto a su obra literaria, Luis Alberto Sánchez dijo: “En Sonata de los espectros hay páginas alucinantes, que hacen recordar la imaginación poderosa y al mismo tiempo caótica de algunos disparates ordenados y estéticos de Franz Kafka”.
A su vez el poeta Eduardo Chirinos, dijo: “Heredero de una tradición que se remonta a los fabulistas del siglo XVIII, Nilo Espinoza Haro no es por suerte ningún moralista. Tampoco se mueve en el sospechoso didactismo de un Samaniego o de un Iriarte: neoclásico al revés, sabe que el arte de narrar exige una destreza que mantenga encandilado al auditorio y lo divierta y hostigue para, de ese modo, clavarle la tierna y venenosa puñalada que le hará saber que ese mundo imaginario no es otro que aquel en el que diariamente vive, se enamora, se reproduce y muere”.
Como periodista ha trabajado en diarios y revistas de Lima y ciudad de México.
Fotografía de Beatriz Suárez
NIÑOS DEL PERÚ
09–11–74
Nilo Espinoza Haro
Ayer leí: “En algunas familias aymaras no es raro el infanticidio. A los hijos no deseados, el padre les da a beber una copa de aguardiente para intoxicarlos o los asfixia colocándoles una manta sobre la boca y las fosas nasales. Si por alguna razón el niño o los niños sobreviven a ese tipo de los atentados, se les respeta la vida en nombre de fuerzas sobrenaturales que no han aceptado su muerte”. No estaba en un libro de ficción.
Ayer leí: “Mi padre venía todas las noches borracho. La víctima era mi madre quien era pateada porque no le daba dinero para seguir tomando. Yo no tenía fe en nada y me encontraba desorientado. Me escapé de mi casa y decidí robar. Yo tenía once años” No estaba en un libro de ficción, repito.
Ayer leí: “El cordón umbilical del niño campesino es cortado muchas veces con pedazo de tiesto rojo, fragmento de una olla de arcilla, porque se piensa que el uso de las tijeras trae mala suerte”.
Ayer leí que los niños pertenecientes a las capas medias y altas de nuestra sociedad, eran víctimas de sus propios privilegios. Esos niños no son dueños siquiera de sus pensamientos. Sus familias les señalan los amigos con quienes reunirse y a quienes deben rechazar.
Recalco, no es ficción. Todo lo que leí estaba respaldado fríamente por cifras, por testimonios y por la palabra de Carlos Castillo Ríos en su ensayo titulado “Los Niños del Perú –Clases sociales, Ideología y Política”.
“El libro recoge lo que todos vemos diariamente –me dijo, también, ayer, Castillo–. Pretende decir eta es la situación del niño en el Perú. Todo lo que describo está ocurriendo entre nosotros. En esta época de cambios, unámonos para erradicar el sistema político social que afecta a la parte mejor y más delicada de nosotros mismos, de nuestro futuro: los niños”.
Hasta hace poco tiempo, Castillo fue secretario general del Consejo Nacional de Menores, entidad que protegía a la niñez peruana. Estudió en las facultades de Derecho y Educación de Universidad Nacional Mayor de San Marcos –en donde ahora es catedrático– y en la Université de París –IV París Sorbonne.
“El problema de la infancia en el Perú es muy complejo –sigue hablando él–. En definitiva es el problema del pueblo peruano. Por eso sé que no he hecho sino introducirme al tema, despojándome de todo prejuicio y empezando a tratar haciendo uso, a medida de mis posibilidades que son muy modestas, de recursos a la mano: documentos, estadísticas, testimonios, comentarios, etc.”.
Mientras mecánicamente limpia sus anteojos, dice: “En nuestro país los jueces de menores, los curas y las damas de la sociedad no quieren que les digan verdades. Tampoco los directores de los ministerios. Reclaman ellos el “respeto” que imponen las jerarquías, en tiempos en los que se habla de participación, esto debe cambiar”.
Introduce su mano izquierda en uno de los bolsillos de su chaqueta, saca un papel y me pide que lo lea. Lo hago: “Cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres”. A continuación, agrega: “Es una frase de Rabindranath Tagore que la llevo siempre ¿Sabe por qué? Porque creo que es muy cierto aquello de que en cada niño hay una esperanza de un futuro mejor para la humanidad, a pesar de que en el Perú, el niño es el ser más oprimido de nuestra sociedad. Los niños sufren a la sociedad en su conjunto, a sus padres, a todos sus mayores, a los que nos atribuimos el derecho de comandar sus vidas sin respetar gustos, carácter y particularidades de los niños”.
“En mi libro hago también un análisis –sigue – del niño burgués y la clase opulenta. Esto, sin duda, puede sacar alguna roncha. Es curioso, mientras hay bastante material antropológico sobre barriadas y campesinos no lo hay sobre gente rica aburguesada. Nuestros científicos sociales han respetado a la opulencia. Entonces he tenido que acudir a la literatura y he encontrado brillantes páginas, por ejemplo, en la novela Duque de Pepe Diez Canseco y creo también en Un mundo para Julius de Bryce. Pero eso es el comienzo, queda mucho más que decir. Esos niños también son víctimas, porque interesadamente en los colegios donde se educan los están deformando. Y conste que no es sólo influencia del hogar: revísese sus cuadernos, sus ejercicios gramaticales, sus lecciones de historia, grábese algunas clases, estúdiese y analícese la ideología de los que están capturando. En pocas palabras, se les está armando para una batalla donde el enemigo es el pueblo”.
Castillo continúa: “Mientras tanto, los niños, hijos de los trabajadores, siguen mal nutriéndose, siguen aferrados a mitos y supersticiones, siguen asimilando tristeza y apatía. Por eso, no es casual que en el Perú cuando se habla de los niños se termine analizando la acción del imperialismo. Estamos en un tiempo en el que no tiene vigencia la hipocresía. Antes a los niños de nuestro país se les ha dado un beso en la frente, se le ha regalado un sol, se les ha tomado fotografías y luego ya tranquila la conciencia, se ha esperado el momento de irse al cielo. Contra esa versión estoy con todas mis fuerzas. Por eso asocio niñez con política, con clases sociales, con lucha del hombre para subsistir. Por eso asocio niñez con nueva sociedad”.
“Particularmente –sigue–, no creo en la existencia de culpables de la situación por la que atraviesan los niños. Todos somos responsables de la misma manera como todos, civiles, militares, religiosos y seglares hombres y mujeres podemos participar en la solución de los problemas infantiles. Pero eso no quiere decir que haya personas mejor ubicadas para participar en forma más directa en el problema. Por ejemplo los altos funcionarios de Planificación, la alta dirección de los ministerios de Salud, de Educación, etc., están inmejorablemente situados para aportar soluciones inmediatas. Y no lo hacen, creo, porque están lejos de la realidad de las clases pauperizadas. Viven demasiado bien. Un poco en broma y un poco en serio le diría que para mí la solución estaría en mandar a mis amigos, por ejemplo, al Padre Ricardo Morales, Presidente del Consejo Superior de Educación, a vivir un mes en Aucayacu, dirigiendo una escuela. Lo que deduciría de este “stage” sería extraordinario: O a Leopoldo Chiappo que se interne 10 días, sin salir, en el reformatorio de Maranga. Y así sucesivamente a Romeo Luna Victoria, Carlos Malpica Faustor y Luis Alberto Ratto, etc. Lo que quiero decir es que no es suficiente tener emoción social, hay que vivir la realidad del país. De otra manera se corre el riesgo de formar una oligarquía burocrática muy perniciosa para las mayorías”.
Prefacio
Ricardo González Vigil
Entre los prosistas con más pericia verbal surgidos en el Perú, en la fecunda hornada de los años 70 (un brote generacional acaecido hacia 1968–1974), ocupa un lugar destacado –insuficientemente reconocido hasta ahora– Nilo Espinoza Haro.
Muestras notables son la novela, los cuentos y las piezas brevísimas admirablemente hibridas de “varia invención” (para usar una acertada denominación del mexicano Juan José Arreola, cuyo Taller de Reparación de Frases, en Ciudad de México, frecuentó Espinoza Haro en 1973) que conforman sus libros. Un conjunto que constituye una contribución relevante a la imaginación liberada de las pautas realistas, abierta a lo fantástico, lo onírico y lo caricaturesco–grotesco, y rica en referencias culturales (históricas de toda laya, literarias sin fronteras, artísticas en el sentido más amplio de la palabra, ese que no excluye los enseres de la vida cotidiana ni las cuestionablemente llamadas “artesanía”, “música popular” y expresiones del “folklore”), con frecuencia alusiva –con la dinamita de la ironía, la parodia y la alegoría– al contexto social y político. Se nutre, con rasgos propios, sin calco alguno, del legado de Rabelais, Quevedo (magisterio que él mismo destaca paladinamente como una lectura decisiva en su formación literaria, más que cualquiera otra), Poe (en particular, el de Marginalia), Ambrose Bierce, Kafka, Borges, Cortazar, Rulfo, Monterroso y el mencionado Arreola.
Dentro de las letras peruanas, sobresale su admiración por La casa de cartón de Martín Adán; y cabría ubicarlo en la vertiente fantástica, grotesca y metaliteraria de algunos prosistas –artífices del lenguaje y la imaginación liberada, todos ellos admiradores de Martín Adán– de la generación del 50: José Durand, el Luis Loayza de El avaro, y Luis Rey de Castro, su gran amigo. En cambio, resultan menores los rasgos que comparte con exponentes de los años 60 y 70 de la literatura fantástica y la metaliteratura (José B. Adolph, Julio Ortega, Harry Belevan y Gastón Fernández); y no solo por su culto a la concisión, perfeccionismo verbal y tramas de vibraciones expresionistas (entre el conceptismo de Quevedo, el esperpento de Valle–Inclán y el humor negro de Kafka), sino por su vínculo con las mayorías populares y sus modismos tan expresivos, sus creencias tan reveladoras del inconsciente colectivo, su indesmayable resistencia cultural al orden establecido que los oprime y/o margina (cualidades existentes en el “dinamitero” –así lo califica César Vallejo a Quevedo– y en Rulfo, Arreola y, en cierto modo, los pasajes antiburgueses de La casa de cartón que entusiasmaron a su editor y prologuista, nada menos el gran socialista José Carlos Mariátegui). Ese último punto nos conduce a registrar su participación en Narración, la más importante revista que haya tenido la narrativa peruana. Espinoza Haro integró su Consejo de Redacción, en el segundo número, publicado en 1971. Cuando lo entrevisté, con motivo de un premio que le otorgaron en México (Dominical, suplemento de El Comercio; Lima, 22 de enero de 1984), abordamos el tema: “respecto al grupo Narración, he tenido una relación muy fraterna con él; todos los del grupo Narración son mis amigos, y dos de ellos mis hermanos, Antonio Gálvez Ronceros y Augusto Higa” (entrevista reproducida en mi libro Años decisivos de la narrativa peruana; Lima, Edt. San Marcos, 2008; p. 408).
Y si algo unió a todos los colaboradores de Narración, fue su comunión con el pueblo, con sus vivencias cotidianas, sus movilizaciones históricas, y, por cierto, sus manifestaciones culturales. En su autorizado panorama de Narración, Miguel Gutiérrez (el ideólogo principal y el novelista más dotado y multiforme del grupo) subraya ese común denominador, ya que no todos compartían la óptica marxista (en varios casos, maoísta).
Prueba elocuente es que ninguno de Narración practicó el “realismo socialista”, reglamentado por el Partido Comunista de la U.R.S.S. y respetado por los proselitistas del maoísmo. Y, aunque predominó entre ellos la estética realista en un sentido amplio y enriquecido por las técnicas de la “nueva narrativa” (Joyce, Faulkner, Dos Passos, etc.), no excluyeron el potencial crítico del relato insólito y fantástico (Kafka) y la pertinencia de la visión realmaravillosa de las mayorías andinas, amazónicas y afroperuanas (magisterio de Alegría, Arguedas y Vargas Vicuña –quien fue uno de los gestores de Narración–, unido al de Guimaraes Rosa, Rulfo y el mismísimo Faulkner, que nutrirá claramente al grupo Narración, en especial a Antonio Gálvez Ronceros, Gregorio Martínez, Juan Morillo Ganoza, Eduardo González Viaña –colaboró en el primer número–, Hildebrando Pérez Huaranca y Miguel Gutiérrez a partir de La violencia del tiempo).
Antonio Gálvez Ronceros en el lente de Silvia Beatriz Suárez
El más alejado de las pautas del realismo (no sólo el “socialista”, sino el gran legado realista de Balzac, Flaubert, Dostoievski y Tolstoi, y los mencionados maestros del realismo de la “nueva narrativa”) resulta Espinoza Haro. Ello no le impide asimilar la cantera popular. Al respecto, citemos unos pasajes de la entrevista que me concedió en 1984: “En Quevedo encuentras ese tratamiento del lenguaje, esa incursión en lo popular que no es solo un rasgo francamente español, característico de la literatura española, sino también de la hispanoamericana (…) me refiero de cómo a través de él (Quevedo) se engarzan otros maestros como Juan José Arreola o el mismo Borges. Pero, al mismo tiempo, aludo a que asumo el propio medio, incluso algunas manifestaciones populares, como el vals o el bolero, una especie de incursión en aquella franja donde hay una suerte de culto a la imaginación (…) Al recoger lo popular o tratar sobre lo popular, no lo hago con ningún reglamento, sometiéndome a determinadas leyes, cuidándome de la policía literaria o del comisariato literario” (Años decisivos de la narrativa peruana, pp. 407–408).
Ahora bien, en sus entregas de 1971 y 1974, Narración (sintomáticamente en 1974 trae un agregado al título de la revista: Nueva crónica y buen gobierno, un homenaje explícito al gran cronista Guaman Poma de Ayala; previamente, en 1971, entregó un suplemento denominado como esa monumental crónica de la “versión de los vencidos”) concedió importancia creciente a las crónicas sobre las luchas populares de esos años.
En ese marco, Espinoza Haro fue tejiendo en 1974–1976 las 80 entregas de su Crónica de cartón (reunidas ahora, por fin, en este libro), acogiendo las voces múltiples de creadores populares y/o “entropados con el pueblo” (hermosa expresión de Arguedas, en Agua), siendo las excepciones los cultísimos poetas Leopoldo Chariarse (probablemente lo incluye por tratarse del rescate de alguien insular al mundillo literario peruano) y Juan Ojeda (un “maldito” contracultural, ubicable en la senda autodestructiva del admirado Martín Adán).
Transcribe con esmero fuera de lo común (extrae los destellos estéticos de esa mina que es el lenguaje oral) testimonios de artífices de la poesía (ahí Manuel Moreno Jimeno, Alejandro Romualdo, Leopoldo Chariarse y Juan Ojeda), la narración (Marcos Yauri Montero, sus amigos de Narración Gálvez Ronceros y Gregorio Martínez, y varios narradores orales, además del compilador/recreador de la tradición narrativa aguaruna José Luis Jordana Laguna), la actuación y las expresiones más diversas del arte popular (tejidos, retablos, mates burilados, tablas de Sarhua, cerrajería, zapatería, etc.). Ha logrado trasplantar a la entrevista periodística (reino de la no ficción) la maestría con que Rulfo y Arreola (en particular, en su novela La Feria) enhebran en sus ficciones un mosaico de voces colectivas.
Como Arguedas y Vargas Vicuña, como el Gálvez Ronceros de Los ermitaños y, sobre todo, Monólogo desde las tinieblas (libro abordado en Crónica de cartón), como lo que estaba entonces cincelando y como Gregorio Martínez (también esta crónica enfoca Tierra de caléndula), Espinoza Haro entiende que las luchas populares no solo se dan en lo social, lo económico y lo político, sino, también, en los terrenos del lenguaje, las artes en general y la visión del mundo.
Un ejemplo mayor es la polémica desatada cuando se concedió, en 1975, el Premio Nacional de Arte al retablista ayacuchano Joaquín López Antay, lo cual escandalizó a los que distinguían tajantemente (criterio europeo, implantado por el Renacimiento) las “bellas artes” de la “artesanía”. Polémica consignada en esta Crónica de cartón, donde meses antes Espinoza Haro le había dedicado un texto al “viejo retablista”, quien recuerda cómo Arguedas y Alicia Bustamante admiraban sus retablos.
Finalmente, nótese que el título de esta obra remite al de la Casa de cartón, cuanto más que la obra de Martín Adán ostentaba un prólogo y un colofón, vueltos ahora prefacio y postfacio. Como Adán, Espinoza Haro connota que el libro es una casa de papel (otra obra de Espinoza Haro se denomina, justamente, País de papel), que la patria de sus escritos es el lenguaje, en este caso las voces del pueblo, su potencial creador.
Cereda del Cusco
No hay comentarios:
Publicar un comentario