domingo, 5 de julio de 2020

HIJOS DE LA GUERRA, LIBRO DE CUENTOS DE ENMANUEL GRAU

Motivo en la portada: Miguel Lescano 

Enmanuel Grau
JUANRRA
A Juan Ramírez Ruiz

    LO ENCONTRAMOS COMO todas las mañanas en su mesa del Don Lucho, a unas cuadras de la Plaza San Martín, tomando café y mordisqueando un pan con queso, sin apartar los ojos de un libro que sostenía con una habilidad estupenda.
    –¿Qué es la poesía, Juan? –le dijo Julio de golpe.
    El poeta levantó la cara de la taza y sin apartar los ojos del libro se puso a temblar.
    –Sí, Juanrra, la maldita poesía.
    Habíamos leído mil veces todos sus libros y además de admirarlo sentíamos lastima por él.
    –No hay duda que es un gran poeta.
    –Es el mejor de todos, y está jodido.
    En eso estábamos de acuerdo. Durante esa época no era fácil estar de acuerdo en algo con nadie, ni siquiera con Julio, pero Juanrra era nuestro consenso excepcional. Habíamos huido de la universidad, escupido en el muro de la burocracia académica y sus figuras ilustres, en el que todos nos parecían corrompidos: una comunidad infame que crecía viviendo del prestigio de otros. Y este prestigio, justamente, nadie lo merecía como Juanrra.
    –El mejor poeta latinoamericano, hermano.
    Juanrra era la calle misma respirándose, hablándote al oído, vibrando.
    –Un hombre con la sensibilidad a flor de piel, un poeta de otro vuelo.
    Esto, está claro, valía para nosotros. En la mezquina realidad, Juanrra era apenas un planeta enano y sin luz, respecto a otros poetas con suerte que orbitaban como estrellas –aunque muchos de ellos no brillaran, ni siquiera destellaran– en el vasto universo de la poesía.
    En estas apreciaciones que podrían parecer sutiles se nos iban las noches y los días, incluso semanas.
Hubo un tiempo, recuerdo, en el que no hablábamos de nada más y toda nuestra energía, todo nuestro entusiasmo, estaba puesto en Juanrra, en su poesía de cuadernos espiralados que un viejo editor nos prestó a cambio de nada. Estábamos, como lo hubiera podido reconocer un ciego a kilómetros de distancia, absortos en la poesía y Juanrra era nuestro sol. En las mañanas, muy temprano, nos encontrábamos en el puente Trujillo y emprendíamos la marcha. Eran caminatas estupendas hablando solo de poesía.
Poeta Juan Ramírez Ruiz

    A veces nos deteníamos a comer o beber algo bajo las sombrillas delirantes de los ambulantes, vociferando acaso por algún quiebre literario. Recuerdo una vez que Julio dijo:
    –La poesía peruana es la mejor del continente, compadre– y sus ojos se llenaron de luces o esquirlas y hasta derramó la chicha que traía en un vaso plástico, de pura emoción.
    –¿Por qué? –le dije yo.
    –Pues por Vallejo, Calvo, Heraud, Hinostroza, Verástegui. En ese orden. ¿Quieres que siga?
    –No hace falte, –le dije–, no estoy de acuerdo. Aunque reconocía a todos los mencionados como grandes poetas, estaba claro que su inventario era chauvinista, puro delirio patriótico, hermano. Porque, qué me dices de la poesía chilena, por ejemplo, no había duda que estaban más adelantados, que volaban más alto. Le canté solo tres nombres:
    –Es la trinidad del sur.
    Nunca estaríamos en sintonía. En lo que estábamos de acuerdo siempre, era en Juanrra.
    Yo trabajaba entonces repartiendo encargos a lo largo y ancho de la ciudad. Era un trabajo estupendo porque me contrataban por días, sobre todo los fines de semana. Repartidor de cargo era mi puesto. Recuerdo que una buena vez, mientras leía una antología de poetas afroperuanos, despata- rrado en la tolva del camión, oí que el encargado preguntaba si conocíamos de alguien dispuesto a fajarse con el trabajo.
    –Cada vez hay más mercadería por repartir –se quejaba el encargado–, y hacen falta manos.
    Me incorporé en el acto y sin haber hecho ninguna coordinación, le ofrecí la solución.
    Julio aceptó complacido y así estuvimos juntos en la tolva del camión repartidor, rodando por la ciudad, descargando la mercadería (la cual variaba según los encargos que recibía nuestro jefe, de modo que, a veces, lo que repartíamos eran mayólicas, cajas de ceramios que pesaban horrores; otras, cartas, utensilios o muebles de melanina para armar siguiendo unas instrucciones inverosímiles. En las paradas que hacíamos en la ruta, comprábamos cigarrillos y nos poníamos a hablar y hablar de poesía. Era lo único que nos interesaba entonces y sobre ese pico, sobre ese acantilado de palabras, sobre ese fuego, siempre Juanrra. El chofer del camión se burlaba de nuestro desmedido entusiasmo, aunque alguna vez comentó que de chico había leído en el colegio a Chocano, el cual le pareció malísimo.
    –Bueno –le decíamos nosotros, siguiendo nuestros principios de crítica literaria–, todas las opiniones contaban, Jerónimo.
    La poesía ardía en nuestras manos de la mañana a la noche, mientras mirábamos por el vidrio del camión la pobre luz de la ciudad, el horizonte de cerros y nubes grises, paisaje real en el que se apoyaba el territorio inventado de nuestros sueños.
    Entonces tuvimos una revelación, una de esas ideas que solo puede inspirar la poesía.
    Fuera como fuera y a como diera lugar lo encontraríamos.
    ¡Juanrra hablaría con nosotros!
    ¡Nos daría una entrevista!
    ¡Nos reconocerá como sus hijos!
    No será fácil –conjeturamos durante muchos días, después de apaciguar nuestra candidez
    –Puede que haya decidido estar al margen de la movida literaria, decíamos, o simplemente está acabado o asqueado y porqué no, tal vez le importa un pito la poesía.
    Esta última apreciación juvenil nos espantaba, aunque por la fuerza de su determinación, no dejaba de fascinarnos.
    Juanrra había dejado de publicar, sus apariciones en recitales se hicieron nulas, todas sus referencias se suscribían al Don Lucho, aunque, incluso allí había faltado.
    De todos modos, había que dar con él. Sabíamos que la obra de un poeta no solo estaba escrita en tinta, sino también en tonos más sutiles, estructura alegórica en la que siempre está cifrada su propia vida. De esto existían, como es lógico, un sin número de casos; ninguno como Juanrra.
    Había nacido en Chiclayo, en el norte del Perú, durante la época de esplendor del algodón. Desde niño, luego de las clases en la Escuela Primaria del distrito, donde escuchó por primera vez un poema de Chocano que tendría siempre en la punta de la lengua (tal vez por las imágenes vivaces que aludían a caballos desbocados), ayudó a su padre en el oficio que este había heredado del suyo: la zapatería. De modo que a los nueve años el pequeño Juan podía armar sin más manuales que los ojos atentos del viejo, que observaban cada uno de sus movimientos, asintiendo o negando, un par de zapatos de vestir de suela doble, incluso –con cierta ayuda– maniobrar materiales menos dúctiles como el charol. El pequeño Juan crecía y con él, con absoluta naturalidad, un amor candoroso por los libros. A los quince ya era un lector empedernido de poesía clásica castellana. En el Instituto técnico donde cursó la secundaria destacó entre sus compañeros por sus conocimientos de álgebra y física, materias que nunca tuvo por enemigas de las letras sino más bien, por una razón que entonces solo adjudicaba a su intuición, cercanas. Fue durante la primavera de 1964 que las cosas tomarían para Juan un rumbo que después no podría torcer. Uno de sus maestros le encargó la organización de un evento en homenaje a César Vallejo. Así, después del trabajo, en una punta de noches que no terminaban nunca, en un rincón del taller de zapatería alumbrado por lamparines, Juan devoró los poemas fulgurantes del poeta universal. Su entusiasmo se desbordó y fue por más. Consiguió biografías, todas contradictorias, papeles sueltos, hasta dar con un material que calificó como tesoro: la correspondencia del vate trujillano, llegando a sentir en plena piel las vicisitudes que este pasó en París, en la candente sociedad europea de los años treinta. Absorto, con los ojos enrojecidos y la cabeza llena de ideas respecto a la vida y la poesía, Juan había atisbado un destino. Luego vino la universidad. Lima le pareció una ciudad estupenda, vibrante. Hizo amigos rápido a pesar de su carácter introspectivo y la inquisitoria de la dictadura militar. Luego de estudiar la poesía peruana a nivel macro, determinó que solo Vallejo valía la pena ser rescatado. Lo demás, según comentó con otros poetas, era frívolo, una copia repudiable de la poesía española romántica. Así nació una nueva estética a la que se adherirían otros poetas de la ciudad, pero sobre todo de provincias. Lo demás es historia: libros, recitales, manifiestos y en el centro la figura de Juanrra in crescendo como un torbellino en la pacata sociedad peruana de las letras y extendiéndose todavía más, tocando incluso otros continentes, despertando otros corazones. A los veintiocho años había publicado dos libros y preparaba otro, donde –como dando cauce a intuiciones juveniles–, servirían de hilo conductor entre vida y poesía, los algoritmos y las matemáticas.
Bar Queirolo, esquina de Quilca con Camaná, centro de Lima.

    –Ese era Juanrra, hermano.
    –Eso era ser poeta y vivir y escribir en el Perú.
    Una de esas mañanas primaverales en que rodábamos con Jerónimo por distritos fichos y este iba cantando como un loco una cumbia descorazonada, llegamos sin saberlo a la casa de un profesor de la universidad. El viejo Maynor nos reconoció en seguida de una clase de primer año y luego de que colocáramos los ceramios en su jardín, nos hizo pasar a su biblioteca. Era una habitación mediana decorada con fotografías en las paredes, recitales donde él mismo aparecía con otros poetas brindando en una taberna del centro, o departiendo en una mesa durante la presentación de un libro.
    –Muchachos –nos dijo–, este encuentro no es casualidad.
    El viejo abrió los ojos como si tuviera en frente una visión de juventud; una visión distorsionada de esa imagen de juventud –en todo caso– pero real o palpable. Entonces dijo en tono fulminante:
    –Esto es obra de la poesía.
    Afuera Jerónimo hacía explotar el claxon.
Hace algún tiempo el viejo había tenido la urgencia (era la palabra de moda) de publicar una antología de poesía juvenil.
    –Las nuevas voces –nos dijo, paladeando un refresco, ya más calmado–, las voces del futuro.
Delante de su caótica biblioteca, Maynor hablaba con un entusiasmo que no se correspondía con su edad.
    Julio y yo nos miramos y estoy seguro que ambos sen- timos una punzada en el estómago. Estaba claro: a pesar de los años y los achaques, el viejo Maynor conservaba intacto el llamado de la poesía y en su interior, esa llama no se había apagado.
    –Claro– le dijimos–, cuenta con nosotros, Maynor.
    –Lo primero que hay que hacer – dijo el viejo, ya en la puerta y con una ruma de libros que nos regaló, pues lo juzgó indispensable para nuestro propósito; aunque más bien debió pensar en lo pobre de nuestro horizonte cultural–, es buscar a los poetas, encontrarlos, juntarlos.
    Luego preguntó si teníamos alguna idea.
    –Por supuesto –le dijimos–, claro que tenemos una idea, Maynor.
    Esto no era del todo cierto. Aunque entonces habíamos logrado tener una valoración bastante exacta de la poesía de Juanrra y logrado colocar algunos textos al respecto en revistas de baja circulación, no teníamos un rumbo exacto por dónde iniciar la búsqueda, mucho menos un método de cómo reclutar poetas. Estaba, aunque no le diéramos mucho crédito, la universidad. Pero los días pasaban y a fin de mes, además de nuestras conversaciones febriles nos vimos otra vez con las manos vacías.
    –¿Si tuvieras que buscar un futbolista en potencia a dónde irías? –le dije a Julio.
    –Pues no sé.
    –¿A un barrio donde haya canchas bien acondicionadas, o a uno pobre, donde los muchachos se claven en la tierra?
    –Te sigo –me dijo Julio–, continúa, hermano.
    –Pues a un barrio donde los arcos sean dos piedras, ¿verdad? Allí habrá por lo menos hambre, hambre de gloria.
    Julio cerró los ojos y luego se rio:
    –Pasa lo mismo con los poetas– dijo.
    Empezamos, solo por sentido de contradicción, por las universidades privadas, en los círculos de estudio de la lengua, en las academias de investigación referidas a las letras, pero una tras otras se nos fue cerrando las puertas en las narices. Tuvimos que volver a la universidad.
Nos confundimos con los estudiantes, preguntamos a los profesores que nos parecieron respetables hasta que dimos con una clave. Un recital de poesía en la Facultad en honor a un profesor que había escrito sonetos.
    –Quién escribe sonetos –nos preguntamos, verdaderamente alarmados.
    Pero no estábamos para conjeturas y decidimos parti cipar. Además del profesor agasajado, leían esa tarde algunos estudiantes de otras facultades. Nos aburrimos a mares en las butacas del fondo, aplaudiendo solo por joder.
    A veces quien leía era una muchacha guapa o por lo menos pasable y entonces aplaudíamos a rabiar, hasta tener las manos rojas. El viejo Maynor apareció y nos preguntó:
    –Cómo iba el trabajo, muchachos.
    –Muy bien –le dijimos–, de maravilla.

Calle Quilca.

    La tertulia se hundía en el sopor, cuando en la mesa de lectura hizo su aparición un muchacho más o menos de nuestra edad. Rechazó el micrófono que le ofrecieron y no tomó asiento en la silla que le estaba asignada, sino que procedió a acuclillarse en el suelo. Entonces Julio y yo escuchamos el poema más increíble que habíamos oído a un chico como nosotros. Este hablaba, en un tono sublime, de algunos espacios de la ciudad jamás pensados como poéticos, como, por ejemplo, los suburbios del Rímac, rutas de travestis golpeados en la noche cerrada que eran rechazados de los hospitales por no tender documentos de identidad, o sobre los cachacos de palacio de gobierno, muertos de hambre mirando estúpidamente la Plaza Mayor de Lima, deseando incendiarla. Se llamaba Pepe y desde esa noche o desde esa madrugada en que nos emborrachamos hablando de poesía, formamos un tridente inseparable. A diferencia nuestra, Pepe era un poeta de la noche; es decir, conocía de sobra los lugares donde se leía y comentaba poesía.
    –La verdadera poesía, hermanos –nos dijo–, la que no está en los salones o bajo los sobacos de los académicos.
    Embelesados, como quien hoya en tierra virgen, Julio y yo asentíamos. Cuando lo pusimos al tanto de la antología que debíamos concretar para el viejo Maynor, dijo que sabía por dónde debíamos empezar a buscar.
    El trabajo fue intenso durante la última semana del mes de julio, debido a la proximidad de las fiestas patrias. Una punta de distritos y cajas que subir y bajar, Jerónimo doblando el timón de un lado a otro, la radio encendida por inercia. En las noches casi no había tiempo o fuerzas para emprender la búsqueda y cada uno regresaba a casa sin ganas siquiera de ojear un libro. Una mañana, mientras Julio y yo ayudábamos a Jerónimo a lavar el camión, Pepe nos esperaba en la cochera. Tenía una idea que podría funcionar. Nos fuimos a desayunar a un restaurante del centro.
    –Cuál era esa idea, quisimos saber.
    –Una revista –dijo Pepe y los ojos le brillaron–. Una revista de creación literaria.
    Convocaríamos a todos los poetas renegados del país, escribiríamos reseñas de libros conocidos, discutiríamos las opiniones de otras revistas y claro que habría una sección exclusiva de poesía.
    –Era magnífico como proyecto hombre, pero no teníamos fondos no conocíamos a ningún editor ni diagramador ni mucho menos una imprenta.
    –Todo se autogestionaria –dijo Pepe–, con recitales en bares o restaurantes, incluso en la universidad.     Cobraríamos un sol, dos soles, algo simbólico a los espectadores y a cambio les daríamos nuestros propios poemas. Entonces podríamos sacar la revista.
    A pesar del trabajo, las reuniones se llevaron a cabo todas las noches y se prolongaron hasta el amanecer. En la mañana, Jerónimo nos escuchaba hablar sin parar y se ofreció a colaborar con el pago de su semana.
    –Formidable hombre –le decíamos–, formidable. La poesía era así: su fuego movía los corazones.
    Empezamos por los bares del centro. El León Durmiente, La Fogata, El Averno, respectivamente, donde organizamos los primeros recitales. Los dueños de los locales recibirían todas las ganancias a cambio de un micro y luces en el escenario. Nosotros haríamos el resto: leer nuestros poemas hasta quedarnos sin voz y dejaríamos entre los interesados los datos necesarios para hacer contacto.
    Las jornadas estuvieron llenas de sorpresas. En las noches frías del invierno limeño, la poesía ardía en esas voces juveniles y anónimas que parecían chisporrotear por los altos parlantes de esos bares de mala muerte. Una vez quien leyó no fue un joven sino un hombre mayor, aunque vestido como un vampiro urbano. Su nombre, según dijo, era Plinio. De su voz empalagosa y erótica –pues se relamía en los detalles más naturalistas– salían disparados versos muy originales y sórdidos, aunque no exentos de una dosis de ternura o melancolía. Cuando terminó de leer lo invitamos a la mesa y nos hicimos amigos. En ese sentido, Plinio, “El viejo” –quedó bautizado en seguida– fue de gran ayuda pues tenía un conocimiento panorámico de los lugares más inverosímiles de la ciudad, huecos que asombraron al mismo Pepe y en los que pudimos recaudar una cantidad considerable de ingresos. Mientras las noches estaban cubiertas por recitales las tardes las dedicába- mos exclusivamente a la búsqueda de Juanrra. Averiguamos, por ejemplo –a través de un contacto de Plinio o Pepe –un pintor de retratos–, que los poetas de su generación vivían todos juntos en un viejo edificio del jirón Áncash y que compartían no solamente la comida sino también los utensilios de aseo, la ropa, en fin, todo lo que define a una comunidad en ciernes.
    –No son solo poetas nos decíamos, sino una horda.
Y en las noches, sin excepción alguna –dijo el pintor de retratos a Plinio o a Pepe– se realizan jornadas artísticas donde se lee poesía, se canta trova y rock and roll, se exhiben cuadros y hasta se escenifican obras de teatro sobre las que nadie reclama su autoría.
    Fuimos entonces, pero fue imposible entrar. Redoblamos la vigilancia alternándonos, pero en un par de semanas no pudimos encontrar a los poetas y mucho menos a Juanrra. En la puerta del edificio se vendían artesanías y solo merodeaban por el lugar algunos turistas arruinados. Entonces el pintor de retratos le dijo a Plinio o a Pepe que tal vez la horda había migrado a la sierra central a fin de concertar una serie de recitales pues, y en esto el pintor había puesto énfasis: su objetivo era llevar la poesía a todas partes, democratizarla.
    Nos vimos otra vez con las manos vacías. Sin embargo, esto lo sabíamos, lo peor era permanecer estáticos. Era momento de forjar la línea de la revista. En dos semanas, después de una purga dificilísima, logramos establecer los parámetros que guiarían su publicación.
Lo más difícil fue llegar a un consenso respecto a los poetas que le darían voz. Decidimos además que el primer número, como era lógico, estuviera dedicado a Juanrra.
    –Sí –dijo Julio, en un arranque de euforia; a la poesía fulgurante del mejor poeta latinoamericano no académico ni erudito, aunque erudito a su manera.
    –Sí –dijo Pepe–, al poeta más insólito y vital.
    –Sí –dije yo– al hombre que había potencializado el mensaje de Vallejo. Plinio dijo que suscribía todas nuestras consideraciones.
    Esa madrugada, muy emocionados, brindamos y nos abrazamos a media calle bajo la sucia luz del alumbrado, entonando todo tipo de canciones que los vecinos recriminaron desde sus ventanas.
Anunciamos nuestro debut en la mórbida sociedad literaria con bombos y platillos. Pegamos afiches en las universidades Villarreal y San Marcos, también en algunas particulares como la de Lima o La Católica, ajustamos el precio de la imprenta para lograr un tiraje mayor y a colores. Cuando le mostramos al viejo Maynor el borrador este estaba sorprendido.
    –Ah carambas, muchachos –nos dijo–, pensé que una revista en estos tiempos era imposible.
Y aunque no parecía complacido, por lo menos sí intrigado. Cuando la revista llegó al tercer número, ya era comentada en algunos círculos del medio y hasta se reseñó en un periódico de izquierda.
Habíamos logrado incorporar en un radio mayor a poetas de casi todas las regiones del país, incluso recibir poemas de autores que residían en el extranjero. El tono siempre fue polémico. Nadie era mayor de veinticinco años.
    –La poesía es un fuego inaprensible, –decía Julio.
    –Un río sucio, –le decía yo–. Un río sucio donde flotaban peces enormes.
Pepe decía que había que llegar al maestro. Nadie lo había visto en meses. Su tierra era el norte, seguramente había vuelto allá buscando inspiración. Era imposible, nos refutábamos, Lima era su centro, su punto de irradiación, su fuente.
    –Los poetas no tienen una fuente –decía Plinio– aun- que sí agua. Agua que se puede beber de distintos lugares.
    Por esos días vimos al viejo Maynor en la universidad. Pronto tendremos lista la antología, viejo, –le dijimos.
    Los poetas estaban allí, solo había que echarse a buscar.
    Maynor tenía los ojos encendidos y desbordaba entu- siasmo.
    –Perfecto, muchachos –nos dijo, sonriendo–, tómenlo con calma.
    –Qué hay, viejo, cuenta, por qué tan radiante.
    Entonces, Maynor nos hizo un regalo que difícilmente podríamos pagarle. Había logrado organizar, junto a otros poetas de su generación, un recital para celebrar “la poesía ardiente los años setenta”
    Así se denominaba el evento que exhibía en grandes letras rojas el afiche que lo anunciaba en la puerta del Gremio de Escritores del Perú, como si en vez de poetas se convocara allí a un grupo de locos o desquiciados obsesionados con la tauromaquia o el más allá.
    –Allí estará Juanrra, –sonrió el viejo, relamiéndose. Así que prepárense, será el evento del año, muchachos, –nos dijo. Y no se equivocó.
    Llegamos temprano y pudimos colarnos con las justas, forcejeando en la entrada, pues –como comprobamos entonces– hasta en la cola del tren cultural existen sus ventajas y padrinazgos. Nosotros, desde luego, no teníamos ni lo uno ni lo otro. Éramos, pues, a todas luces, el eslabón perdido de la poesía peruana; su negación y su esperanza.
    No sé cuántos cigarros nos fumamos en la puerta y aunque nuestras voces se esforzaban por ser naturales, despreocupadas y groseras, nos moríamos de los nervios.
    Pronto el viejo auditorio estuvo repleto de personas que hablaban a media voz como en un velorio o reían destempladamente, sugestionadas acaso por las luces bajas que imprimían un tono exótico a las paredes pasteles.
    Una voz grácil dio inicio al evento. Juanrra permaneció inerme en el escenario, escuchando distraídamente a sus compañeros de generación que leían sus poemas o contaban anécdotas o chistes hasta que le tocó hablar a él. Alguien puso sobre sus manos el micrófono y en la sala del Gremio de Escritores hubo un silencio prolongado y denso o elocuente. Juanrra golpeó con los dedos el aparato, carraspeó una, dos veces y dijo que la poesía era algo que él no podía explicarse sin los amigos aquí presentes y también otros que no habían podido llegar por falta de recursos o ganas o incluso debido a la desgracia. Entonces, como obedeciendo a un impulso o un mandato, Juanrra leyó el más hermoso de sus poemas. Este hablaba sobre un poeta y su ciudad. Un poeta que ha perdido su ciudad y sus libros (mencionaba la cantidad de libros) producto de un terremoto.
    En un momento, el poeta o algo que simbolizaba al poeta, una fuerza posiblemente, salía a las calles a buscar algo por salvar, en ese ciclón de lodo y espanto donde las calles se mezclaban con trajes de novias, el alumbrado con los ojos de un amigo arrastrado por la corriente, hasta que al fin el poeta abandonaba la ciudad en ruinas o incendiada mirando por la ventanilla del tren que lo llevaba a otro punto. El poema terminaba diciendo que la lluvia nueva limpiaba todo aquello o por lo menos lo intentaba.
    Eso fue todo. Julio, Pepe y yo nos miramos. Maynor estaba de pie con los ojos cerrados. Una muchacha que oficiaba de presentadora miró al público y uno de los poetas de su generación que estaba en la mesa dijo:
    –Ah, Juanrra, estupendo Juanrra–. Y luego leyeron otros y en el intermedio uno de los poetas entonó una canción en un francés difícil, con una dulzura conmovedora.
    Cuando el evento terminó, los organizadores les pidieron a los poetas que se abrazaran para la foto de rigor. Juanrra sonrió desmedidamente, como si se la hubiera pasado de lo lindo esas dos horas y no como en realidad estuvo: absorto y melancólico, tal vez solo aburrido. Cuando todo terminó y las luces del viejo local del Gremio de Escritores se apagaron, lo vimos alejarse con otros poetas rumbo a la avenida Alfonso Ugarte. Al cabo de unas cuadras estos se despidieron de Juanrra. Era el momento que esperábamos. Juanrra caminaba despacio, mirando alternativamente los dos lados de la vía, aunque por momentos se detenía a observar de forma extraña los semáforos atroces o a la gente que cruzaba toreando los carros. Se detuvo en el cruce que separa las calles Loayza y Colmena y se escabulló en un café sin luz, donde una mesera desalineada lo atendió de mala gana. Juanrra sacó del bolsillo una libretita y un lápiz y después de espiar con sigilo el local vacío, clavó los ojos en la mesa y se puso a escribir con furia. Impresionados por la fuerza de esta imagen, decidimos no acercarnos y nos alejamos, después de mirarlo un tiempo, cuando la lluvia menuda de agosto volvía plomas y resbaladizas las veredas.
    Unas semanas después, luego de encontrar un pequeño espacio en un salón de la Facultad, pudimos presentar al fin nuestra antología poética: «Voces desesperadas». No había sido fácil, pero allí estaba, impresa en papel bulki y engrapada por sus dos lados.
    El viejo Maynor, sin embargo, no estaba para festejos, muchachos.
    –Qué pasó, Maynor, le dijimos, por qué tan cabizbajo, viejo –con ese tono despreocupado de entonces–, la antología era un éxito, hombre.
    –Es Juanrra, –nos dijo–. Ha desaparecido.
    Nos enteramos de los detalles por las mezquinas noticias que preparaban los periódicos. Juanrra había salido de Lima con dirección al norte y después de siete días nadie daba razón de él. Nos reunimos esa misma noche, imprimimos imágenes de su rostro y las pegamos en las paredes, en los alrededores de la universidad y en los postes de alumbrado público. Era todo lo que podíamos hacer, y, en efecto, así lo hicimos, hasta que el invierno terminó y tuvimos que seguir con nuestras obligaciones; el trabajo del camión repartidor, la radio de Jerónimo que aullaba cumbias, las calles interminables de la ciudad.
    Desde entonces, exacerbados por nuestro deseo de recupéralo, lo vimos cada mañana cerca a la Plaza San Martín, sentado en su mesa de siempre, absorto en un libro y en su café, como una imagen entrañable, desgarrada y profunda.
    –¿Qué es la poesía Juanrra, la maldita poesía?
    Entonces lo oíamos decir, mientras nos marchábamos del Don Lucho, algo referente a la amistad o los amigos o tal vez era algo distinto, algo sobre las carreteras del norte, donde murió atropellado lleno de luz una madrugada anónima, mientras nosotros seguramente hablamos de él con el candor con el que solo puede hablarse de un padre o de un amigo perdido que ha vuelto de tierras lejanas después de mucho, mucho tiempo.
(De Hijos de la guerra. Hipocampo Editores, Lima, febrero del 2020)



Sobre el autor  
Escribe Andrés Mauricio Muñoz*
"Enmanuel Grau es un cuentista que reposa su mirada antes de decantar su prosa alrededor de esa nostalgia que se instala en sus personajes, ajenos, pero a la vez estoicos frente a las transforma
ciones del espíritu, pero también de su entorno. No claudican sin antes haberse batido en la arena, dibujados para el lector a través de la mirada acuciosa de un narrador que sabe cómo convertirlos
en toda una declaración de principios en la que no se vale alzar los brazos en señal de rendición. Es así como el viento, el río, las tierras, los malecones o los bríos de la naturaleza son matices de estos
extraordinarios relatos que se articulan a la evoción de personajes que poco saben de rendiciones o entregas. Grau no solo conoce las convenciones del género, sino que las somete a su propia cadencia, como una voz que narra y susurra con un rigor y una certeza poco usuales en la literatura."
*(Colombia, 1974. Finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018)


"Guerra perpetua: retrato de la violencia"

Escribe: Luis Contreras Chipana*

    El escenario literario actual no deja de sorprendernos con las recientes apariciones de talentosos creadores como es el caso de Enmanuel Grau (Lima, 1987), escritor egresado de la UNFV, quien acaba de publicar su primer libro: Hijos de la guerra (Hipocampo Editores, 2020), obra compuesta por un puñado de ocho relatos urbanos que, esencialmente, destacan por mostrar un sólido eje temático y su ambiciosa intención de calar en el lector a través de una prosa versátil.
    En ese sentido, la ópera prima de Enmanuel retrata, bajo las percepciones de diferentes narradores (una afligida y joven Georgette, un reflexivo adolescente, un impetuoso escritor, entre otros), la hostil vida que deben afrontar, casi como por predestinación, aquellos sujetos que se desenvuelven en situaciones adversas, convulsas, acontecidas típicamente en los barrios más desfavorecidos de la ciudad limeña. Algunos atisbos de lo mencionado, pues, los podemos encontrar de por sí en el título y el epígrafe (cita de un verso de Javier Heraud: “Yo soy el río que viaja dentro de los hombres”) que el autor nos ofrece y que luego se encargará de confirmar con cada una de las historias que nos irá presentando.
    Podemos resaltar, además, que en la obra predomina el choque constante de fuerzas opuestas que, en algunos casos, son irreconciliables. Esto se evidencia con mayor claridad en el relato La Pampa, que narra cómo un grupo de adolescentes (Ricardo, Monzón, Pacheco, Miranda, etc.) lucha contra un viejo comercializador de drogas por liberar el terreno baldío perteneciente a su barrio. También hallamos lo mismo en el cuento Hijos de la guerra, el cual relata el destino trágico al que es conducido el Chileno, un estudiante aparentemente extranjero, producto de la envidia, el recelo y la rivalidad ya existente entre los muchachos del colegio y en la no feliz historia de rencillas anacrónicas donde las heridas parecen recientes.
    Asimismo, prevalece en el libro el uso de algunas técnicas narrativas que, de manera insospechada, atrapan y mantienen en vilo al lector durante todo el tiempo que se pasa frente al escrito, incluso hasta después. De ese modo, encontramos inicios envolventes, que generan intriga, como el de Desborde en la penumbra: “La primera explosión que dejó nuestras calles en penumbras, coincidió con la crecida del río y las noticias de una inminente inundación”. Del mismo modo, prepondera el uso recurrente del flashback (alteración del orden cronológico), el cual puede gustarse con mayor delectación en Recuerdos de Chepén, cuando Mariana, la protagonista, a medida que recorre el hermoso balneario de Máncora, recuerda sucesos vividos 20 años atrás en esas mismas calles. De la misma manera, llaman la atención los finales abiertos con los que el autor suele culminar sus historias. Un ejemplo clarísimo de ello se identifica en Al otro lado del río, que luego de relatar todo el viaje que realiza un grupo de muchachos hasta la casa del Viejo, para robarle sus ganancias, nos termina anunciando un final inesperado, con un conflicto inconcluso: "El viejo se retorcía sobre esos cuerpos azotados por el agua, rasgados por las piedras, mientras que, a la distancia, la imagen de El Faro era apenas una mancha que se le escapaba. Ellos iban callados, insólitamente serenos. Cuando hubieron atravesado el río, tomaron el rumbo de Evitamiento y se encaminaron con determinación hacia el puente".
    Igualmente, es necesario mencionar que en varios rincones del texto literario refulgen pasajes cargados de nostalgia tales como las que se observa en Instrucción final: “En todos estos años, acaso porque en este maldito trabajo es imposible confiar en alguien, la figura de Santos me sigue acompañando. A veces, como ahora, vuelvo a releer trozos de su libreta, que todavía conservo, como testimonio de una época, no sé si mejor, por lo menos más pura, donde cosas como la amistad eran todavía posibles”. Sumado a ello tenemos a la poesía, que trata de mostrarse ya sea como tópico (Guerra perpetua y Juanrra, cuentos basados en la vida de César Vallejo y Juan Ramírez Ruiz, respectivamente) o como parte de la forma (a través de las sensoriales descripciones). A su vez, a la cotidianidad que se puede reconocer gracias a escenas como la siguiente: “A quién se le ocurren cosas como esta, supongo que, a nadie, hace una hora yo estaba en mi cama tranquilo y solo el calor me hacía dar vueltas de un lado para el otro, buscando siempre la pared para aliviarme. Entonces escuché que me llamaban: salí sin ponerme las sandalias, pero no vi a nadie; tuve que ir hasta el patio: todo estaba oscuro, salvo los baños, allí había una bombilla que todavía brillaba”.
    A través de Hijos de la guerra, entonces, Enmanuel Grau no solo desnuda artísticamente la violencia que azota a los barrios populares de la capital peruana, los suburbios de París, hermosos balnearios donde la guerra es una herida abierta; sino que exhibe con elegancia sus dotes narrativos, explotando figuras literarias que se pueden hallar en la tradición narrativa heredada por grandes escritores peruano —Mario Vargas Llosa, Ribeyro, Oswaldo Reynoso—. Estamos, así, ante una joven promesa literaria cuyos esmerados trabajos debemos leer.
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* Nació en Lima el 1 de setiembre de 1994. Estudió Educación en la UNMSM. Actualmente, es profesor de Comunicación en el nivel secundario y dirige Palabra Tallada, una página que difunde contenido cultural. Algunos de sus cuentos han sido publicados en diversas revistas literarias como Tarpuy, La Resistencia, Sexta Fórmula, Libre e independiente y Tertulia Cero. 




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