ISBN: 978-612-4082-49-8
Un cuento de Antonio Ureta:
Juanito Carguancho
Desde que te alzaron para verte y ver tú el mundo, así es como te nombraron y por mucho tiempo siguieron llamándote tal. Porque esos tus ojitos redondos, Juanito Carguancho, estaban para verlo todo, sentirlo hasta no poder más. De tanto escuchar esos chasquidos en la cara, esas palabras afiladas con ira, del terror de aquellos alaridos pidiendo auxilio; de tanto ver llorar a mamá, a la Bernacha; viéndolas ponerse entre ellas emplastos sobre sus heridas, tu alma también herida estaba. Quién iba a pensar, ya estabas hechecito y hablador. Te morirías nomás.
Un día de sol pintadito sobre el cielo del patio de la casa, laderas de verdor alrededor, día que mamá había entrado hipando con su atado de compras sobre sus espaldas, papá como siempre endomingado y periódico en mano, fue cuando viniste al mundo.
Tarde era esa vez cuando Bernarda te llevó de escapadita, apachurrado contra su pecho, toda ella alistada de sedas y jabones donde ese desconocido.
¿A dónde se iba con esos apremios la hermana Bernarda? Aquellos remansos de tus ojos qué sabrían a dónde, nomás iban saltando sobre las piedras y rebrotes de hierbas de la línea del tren hasta llegar al potrero de don Gude. Se detuvo. Miró hacia la casa y, al ver que nadie la vigilaba, empezó a correr por entre los eucaliptos hasta toparse con aquel hombre que salió desde las chilcas planchándose con las manos el pelo tieso y brillante. Se abrazaron y tumbaron, dejándote olvidado, ojitos, sentado sobre el pasto. Después de hablarse despacito cosas cortitas, ella escondida entre sus brazos, ya no decía nada, sólo muchándole como loca lloraba, mientras él respiraba con desesperación. No se soltaban. Él logró apartarse y, sin dar vuelta, luego se fue.
Papá sabía llegar en cualquier momento, bien porque podían haberle cambiado el día de descanso o por la huelga.
Tú, Juanito, sólo ojitos nomás eras, opita todavía para comprender muchas cosas terribles que ocurrirían o que ya habían sucedido, como el maíz que la Berna llevó a la tienda para comprarse esos adornos y dulces, a escondidas de mamá.
¿Qué hizo? ¿A ver, repite, cuenta desde el principio, papito? ¿Qué viste? Tú eres mi Huallallo, tú eres mi Carguancho. Mi engreído. Di lo que quieres decir, te ordenó papá.
Alzaste el bracito señalando por encima de tu cabecita. Querías decir, hermana subió a la troja del maíz y salió a las carreras hacia la tienda y al regreso dijo, cruzando el dedo sobre sus labios: no has de avisar, Ñahuincha, estos caramelos verdes son pa ti y los morados pa mí, las galletitas pa ti, y los ganchos pa mí, otro caramelo pa ti, y estas peinetas pa mí, una galleta más pa ti y los polvos y pomada Reuter y demás guaraguas pa mí. Shoy tu helmana que tiadola, Ñahuincha. ¿Cierto que no vas a decir nada cuando llegue papá? Cierto, hemana Bernarcha, no diré que te los compraste con el maíz huanza, el mejor maíz de mamá.
Ahora, no deberías, Juanito, estar sin hablar, sin querer probar ni una cucharada de sopita.
Será que tiene susto, así nomás decía Mamá.
¿Pero de qué? Tú no tienes la culpa. Cuando llegó papá, tú no avisaste por avisar. Tu boquita sola habló. Sólo estabas como aturdido porque todo tu pensamiento lo tenías en lo que sucedió aquella vez entre los eucaliptos, preguntándote ¿por qué la hermana Berna no había querido regresar a casa y decir a mamá el motivo por el cual había llorado? ¿Por qué ese hombre se había ido dejándola tendida sobre las charamuscas? Era casi de noche cuando temblando te llevó de regreso. Más allá se montó sobre la acequia para mojarse la cara y aventarse harta agua abajo entre las piernas. Caminando con lástima llegó, me he caído, mamá; no, no me pasa más nada, seguro mamá.
Luego necesitarías saber muchas otras cosas, Juanito Carguancho. Saber por ejemplo qué es caución.
Un día un señor había pasado veloz con el tren agitando su sombrero, aventando golosinas que ahora los chiuches corrían sobre la pampa disputándose y buscando entre la grama y las espinas. ¡Ya se jodieron! ¡Ahí viene tu viejo! Ese señor que pasó con medio cuerpo salido por la ventana del tren, era papá.
Ellos se habían quedado todavía rebuscando sobre las champas, mientras el Costa corría con el aviso.
Caminando, con esos sus pasos dando saltos, por la línea venía con apenas una rayita de sonrisa o rendido de cansancio, por el peso de la talega que se le resbalaba por un lado del hombro.
Mamá hizo que le saludaran, y él ahora entraba y ordenaba descubrir el atado lleno de cosechas.
Ese era papá. Y no iba a la cocina a frotarse las manos sobre la candela, como cualquiera que a esa hora entraba a la casa con frío, sino que caminó hasta los rincones paseando la vista alrededor de las tapias, simulando que le preocupaba las filtraciones de la lluvia, pero en realidad creía haber visto, por fin, un rastro extraño encima de la pared, y a ver ¿por qué aquella teja está medio ladeada y la otra quebrada?, pareciera que alguien ha entrado por ahí.
Y cuándo no, tú, Juanito, con el bracito como una espada gorda y mocha, apá, apá, shí, porai dentran ladrones. ¿Ah, ladrones? ¿Es cierto lo que está avisando este chico? Mamá se revolvió de miedo, y papá, sigue, sigue contando, hijo. Sí, por ahí entra y por ahí también se va el ladrón llevándose a la hermana Berna. ¿Qué cosa? Di más, di más. Sí, ese ladrón se va llevando también la olla de comida y todas las noches por ahí también entran brujos, condenados, pishtacus...
Papá mostró todos sus dientes chiquititos y mamá volvió a respirar aliviada. Gracias a dios, papá no había tenido más que reír.
La hermana Berna te muchaba diciendo: al ojitos, nomás hay que escucharle, porque se ha convertido en un lorito; sshí, hay que eshcucharle y no hasherle casho. ¡Pero, oye, ñuñupita, de los caramelos sí no has de avisar! Y tú, con el dedito haciendo cerrojo: sh, sh, esho no, esho no.
Papá y su periódico en la cara, recostado en su silleta de paja a punto de partirse. La vela a medio terminar. Mamá avanzaba unas medias, la hermana Bernarda y el Paco en sus repasos. Todo parecía hundirse en un silencio de espera hasta que papá se aclaró la garganta. Papá estaba siempre como amargado. En cambio, mamá no tenía que subirse al tren para regalar caramelos. Cuando traía mishki del pueblo, a cada uno le daba en la mano. Ella sabía estar de buen humor. Empleaba sólo un momento de su cólera para las reprensiones. A lo máximo un varillazo y ya. Papá no. Papá tosía y todos se volvían ensombrecidos, miedosos. Como anuncio de tormenta era.
Fue entonces que papá tosió, y tosió muchas veces más. Al fin carraspeó reclamando a mamá sobre don Diego y su yunta. Otra vez la tos y mencionó algo sobre su saco de cabritilla y el pantalón que habría de ponerse mañana.
¡Ujú!
Aquello parecía ser señal de aprobación de las tareas que había encomendado a mamá.
¡Y cuándo piensas terminar el zurcido de mis medias? Otra vez tosió o quizás fue otra cosa, porque ahora mamá lloraba.
Las veces que papá la hacía llorar, los chicos decían ¿por qué siendo muchacha mamá no se acordó de las tías que le advertían que papá era un huanca?
Ella al principio se reía nomás, qué tendrá que ver que sea huanca.
Tía Albina se lo dijo una tarde, te acordarás de mí, hijita, los huancas son así, son asá.
¿A qué hora papá había terminado de gritar y gritar? ¿En qué momento se había dormido? Juanito no, él toda la noche estuvo cuidando de mamá. Juanito quería en esos momentos tener un machete o una carabina. O que viniera tía Florita con su palo largo con ñudos a darle duro a papá como aquella vez. Pero Juanito sólo cuidó de mamá rogando que ya no llorara más, aunque igual ella se la pasó llorando hasta el amanecer.
La avena con leche mamá la servía en los platos de sopa con los panes picados y el pedazo de canela que sobresalía como si fuera otra cuchara. Mamá echaba cucharones de avena y acercaba cada plato con amor aunque tuviera los ojos rojos y su cara como con fiebres. ¿De qué lloraba y por qué no tenía ganas de probar la avena con aquellos grandes panes? La harina de la que estaban hechos esos panes era fina, pero, decía mamá, sabían a humor de papá, a sabor ácido, a humo de fundición. Y pasaba también que la pierna de mamá ahora tenía algo porque cojeaba.
Las tías se lo advirtieron, estabas ciega, ay, hijita, te hubieras fijado en uno de nuestro pueblo. Esas gentes son unas bestias, sólo saben patear, saben decir carajo mierda.
¡Y ahora tú también, ojitos, en qué momento se te ocurrió! Fueron unos minutos apenas. Papá ya se iba y soltaste la lengüita.
Entonces fue que esos tus ojos redonditos corrieron como locos tratando de perderse para siempre en algún rincón de tu propio cuerpecito, y se llenaron una vez más con el estallido de gritos y súplicas, con el llanto de ellas, y tu corazoncito como el chuño se encogió hasta hacerse piedra helada en tu pecho. Todo lo que se te ocurrió fue: la Bernacha ha vendido el maíz de la troja y con la plata se ha comprado lindas guaraguas en la tienda de don Aurelio.
Luego de castigar como castigaba, papá se fue lleno de rabia. A nadie le dio caricias, sólo a ti te hizo pellizcos en la carita.
Este es mi Carguancho, este es mi Huallallo, todo avisa ya.
La correa de papá era gruesa, brillosa. Después de utilizarla se ajustaba su cintura como cincha de mula. Esa punta siempre estaba nueva porque la doblaba hacia dentro. Pero esa punta, Juanito, es la que duele más. Tú no sabes cómo duele, niñucha zonzo; duele, nunca deja de doler. ¡Pero tú qué shaberás, inoshente eres, opita todavía eresh, culpa no tienesh! gemía la hermana Bernarda dentro de las frazadas.
Pero aunque todo eso te tocara presenciar, tus ojitos, tus pensamientos, como los gorjeos malagüeros de la paloma, como enredados estaban entre aquellos altos árboles.
En el eucalipto fue, mamá.
Y cómo parar ahora el abultamiento, cómo.
Conociéndolo a papá, ese crecimiento pegado a su vientre era tu verdadero terror. Pobre Berna. La blusa no le cerraba, la panza seguía creciendo, eran ya seis meses.
Fue por la chompa grande que papá se dio cuenta. Nunca se la sacaba. ¿Acaso quiso quitarse la chompa?
A las cinco de la mañana fue que papá la colgó y le dio hasta que él mismo casi muere de ira, de impotencia, ciego a cómo los correazos le volvían a reventar esos surcos frescos de la espalda castigada por lo del maíz de aquella vez, los que mamá ya le venía sanando con enjundias de carnero. Aquello del maíz fue nada más que una falta grave. Lo de ahora era pecado, pecado carnal. La deshonra, el cielo había caído sobre la familia.
¡Ya no eres virgen, carajo, carajo mierda! Papá se echó a llorar.
Desde entonces, en donde quiera que estuviera, al alzar sus ojitos o aún estando dormido, Juanito arrancaba a dar gritos desesperados sintiéndolas llorar a las dos aunque ya no llorasen, aunque fuesen carcajadas de conversación, o jajayllas de carnaval, cualquier grito le hacía despertar el terror.
Mamá aplicó a la Bernacha consuelos con paños de agua tibia de llantén y paico, con cuidado, para que durmiera de costado y no de espaldas, porque se te han de pegar sino las mantas en tus carnes, hijita
Y a ver, mamita, ahora yo a ti.
La hermana Berna le puso los mismos toques sobre el rostro encardenado y las piernas en bote de mamá. ¡Porque carajo tú eres la compinche de la puta de tu hija!
La veías cada vez menos, sólo de mañanita y por las noches. Donde la abuela Livia está aprendiendo costuras. Es que se ha ido a recoger rastrojos donde la comadre Estéfana. O estaba amasando panes en los hornos de don Tomás Porras.
¿Por qué esta muchacha tardará tanto en regresar?, decía mamá.
Seguro estará esperando a que acabe la hora de visita, se respondía ella misma. Ojalá papá no se enterase de que le estaba llevando comida al hombre, que si se entera, dios mío, virgen santísima, te volverá a sangrar, hija.
¡Porque si sigues con ese individuo te parto el lomo, te mato!
Simón se llama el hombre. Es huanca también, pero es hombre bueno nomás.
¿Y cómo es eso, mamá, que la Berna y el Simón se casaron por caución?
Ojitos nomás, aunque triste, resabido era, todo quería saber y sabía como un viejito, aunque estaba hecho pedazos, aunque se estaba acabando por dentro.
No llores mamá. Yo te voy a comprar tu faldellín bonito, tu pañolón.
Que se tuvieron que casar en la cárcel. Y tuvieron que pagar para que salga de la cárcel, a eso se le llama caución. Porque cada vez que la Berna iba llevándole la comida, le decía que ella también vivía como prisionera. Le imploraba que la ayudara a salir de la cárcel de papá, que si se unían en matrimonio, ella a su vez le sacaría a él de aquella celda de la autoridad. Tú no sabes los trabajos y tormentos que me da más y más.
Así salió libre el Simón y se la llevó.
¿Entiendes todo esto que trato de hacerte comprender Juanito Carguancho?
Está dormidito, se dijo mamá esa mañana, tapándole con la manta.
Dicen que el alma de una criatura es como el cristal, el corazón se parte de puro susto. No querías comer ya, te consumiste. Ese día ya no escuchaste lo que mamá contaba, ni la viste llorar más.
Antonio Ureta Espinoza nació en el ubérrimo valle del Mantaro, Concepción, ubicado en la región Junín. Escritor de la Generación de los Ochenta, integrada por narradores que aún no merecen la justa atención de nuestra elitista e indolente crítica literaria, ha publicado Cuentos del viento; Habla la ciudad (obra colectiva del Taller de Testimonio Oral, Universidad Nacional Mayor de San Marcos); la novela Después del amor y la lluvia y Asamblea de gatos, relatos orales recopilados en la sierra central del Perú. Tiene en prensa el libro de cuentos Hambriento amante.