LA MUJER DE ANTONIO CLAROS (del libro Colina Cruz)
Teófilo Gutiérrez
Antonio Claros se ausentó cerca de un mes del pueblo. Al regresar lo hizo acompañado de otra sombra. Era una noche bien prieta, de esas en que solamente se presiente la forma de quien la habita o camina. Desde ese día los guaranguillanos dijeron, calladamente: «Antonio Claros, por fin, ya no duerme solo, ha traído una mujer de Ambato».
La pregunta que más se hicieron
los guaranguillanos durante ese día y los siguientes fue saber cómo será la
fulana. Esperaban que Antonio Claros les presentara a la señora. Pero no lo
hizo. Entonces se lo dijeron, qué, ¿acaso, tiene un pie cojo?, comprendemos,
¿es muda?, también lo comprendemos. Pero Antonio Claros selló sus labios. Se
ponía serio y miraba de reojo. Los guaranguillanos inventaron pretextos para
acercarse a la casa de Antonio Claros, que estaba ubicada en la parte este de
Guaranguillo; alrededor de ella se levantaba una tapia de la que colgaban hacia
el exterior enredaderas que el tiempo había acumulado como si fueran un
enrevesado colchón de chamisas, de donde brotaban en manojos flores amarillas
olorosas, de manera que la curiosa mirada de los guaranguillanos se tornaba
ciega. Por el interior las enredaderas unían por encima el pequeño espacio que
separaba el muro del techo de la casa, por lo que los guaranguillanos, aun
subiéndose a la parte alta de la colina o a las ramas de un michino, que se
erguía señorial junto a la iglesia, no podían mirar hacia el interior.
Antonio Claros continuó su vida
normal durante varios meses. Muchos de los pobladores, o casi todos, le
preguntaron por su mujer, casi como si estuvieran obligados a hacerlo. Él
solamente contestaba que ella se hallaba muy bien. Luego apuraba el paso. Día
tras día la gente seguía preguntándole lo mismo y él contestaba lo de siempre:
«Bien, gracias». Y apresuraba el paso.
Pasaron más días, muchos meses, y los guaranguillanos siguieron
comiéndose las uñas, tratando de averiguar algo sobre aquella mujer. «Si es que
existe —dijeron—, ella tendrá que asomar la cara en algún momento. Nadie puede
vivir recluida en una casa toda la vida». Pero a la mujer nunca se le vio.
Entonces avanzaron un poco más para matar la curiosidad, porque en la hora
menos esperada cualquiera le tocaba la puerta con el pretexto de consultarle
algo sobre el trabajo de albañilería, el oficio principal de don Antonio
Claros, porque también era campesino como todo el mundo y durante la mayor
parte del tiempo. Él los hacía pasar al patio y ellos asomaban la nariz por
sobre el hombro mientras hablaban con él. Pero se cansó de tanto verlos y
entonces comenzó a tratarlos muy mal. Nunca más volvió a abrirles la puerta.
Quienes aún insistían se estrellaban con la parquedad de un hombre que empezó a
vivir en la penumbra, que les devolvía las palabras en la cara a través de
algún resquicio y que, finalmente, no quiso responder siquiera el llamado de la
aldaba.
El tiempo pasó sin sentirlo y,
lógicamente, hubo tantos resentimientos de los guaranguillanos contra Antonio
Claros, que ya no lo contrataron para que arreglara o construyera casas.
Dejaron de hablarle. Prefirieron traer un albañil de un pueblo cercano. Los
domingos pasaban de ida y vuelta delante de su casa, castigándola con infinidad
de miradas torcidas. En las tardes se juntaban en grupitos y, en voz alta y
carcajadas continuas, hablaban de lo mismo e, incansables, hacían trizas la
vida entera de Antonio Claros. Recordaban cuando Francisco Gil lo trajo para
que construyera la primera iglesia de una sola torre. Después hizo la casa de
los Méndez Rivas y también de las familias importantes. Habían pasado cerca de
dos años. Luego edificó su propia casa y con la plata que ganó durante ese
período de bonanza compró una huerta y unas hectáreas de café. Durante esa
época las jóvenes casaderas lo acosaron, pero más interés mostraron los padres
de estas que hicieron lo indecible para que Antonio Claros se dignara a asistir
a las reuniones familiares. Nunca lo lograron. Durante años, la rutina de este
hombre ya era conocida. En muy escasas ocasiones tuvo algún diálogo fluido con
alguien. Su vida transcurría de su casa a la huerta y viceversa. Incluso,
cuando lo contrataban como albañil, solo hablaba lo necesario. El día de San
Francisco de Asís, el cuatro de octubre, se oficiaba la misa principal de todo
el año a la que él asistía pulcramente vestido, se confesaba y se mantenía
arrodillado durante toda la ceremonia. Luego se esfumaba. El único amigo íntimo
que tuvo fue Machaguay Brito, un hombre también solo. Dijeron de todo contra
Antonio Claros, pero este parecía sordo y continuó su vida normal. Entonces,
algunos iniciaron el acoso final, agrediéndolo con insultos directos cuando él
transitaba por el camino a su huerta de café, porque desde los arbustos alguna
voz al acecho lanzaba una ofensa, buscando herir lo más íntimo y sagrado. Otras
veces le tiraban terrones y hasta barro podrido. Él se quedaba quieto y callado,
oyendo el ruido de las hojas de los arbustos de quien o quienes fugaban
cobardemente después de atacarlo. Llegaron a colgar letreros de todo tipo en la
puerta de su casa o cerca a ella. Él los retiraba pacientemente en las mañanas.
Finalmente, no solo empezaron a tirar piedras arteras al techo de calamina,
sino también animales muertos, carroña que atraía a los gallinazos, huellas que
marcarían la estancia de los últimos días de Antonio Claros en el pueblo,
huellas del odio que la oscuridad de la noche amañaba.
Hasta que una tarde soleada de un
domingo, cuando todo el mundo descansa, Antonio Claros y la mujer cruzaron el
pueblo con dirección a Ambato. Se marchaba a ojos vista, como dicen. Así era,
Antonio Claros, después de treinta años de vida en un pueblo que tenía las
huellas de sus manos en las paredes de sus casas, había decidido partir, y para
siempre.
Entonces los guaranguillanos sí
que abrieron los ojos hasta donde no podían abrirlos más, como para llenarse de
la imagen de una mujer que había sido el tema eterno de la habladuría o la
comidilla de la mañana, tarde y noche, por meses; casi un siglo para Antonio
Claros. En ese único instante, todos verían a su regalado gusto a una mujer de
contextura delgada y talla mediana. Tenía puestos unos pantalones jeans y una
blusa impresa con flores lilas y una lluvia de escarcha. Pasó dejando un hilo
de colonia que recorrió de lado a lado el pueblo. El olor parecía salir de su
frondosa cabellera negra que la batía el viento.
Los guaranguillanos solamente
callaron y se miraron unos a otros, como queriendo hallar un culpable al final
de la fila por tanta habladuría y suposiciones que llegaron al extremo de la
crueldad. Pero Antonio Claros y su mujer
desaparecieron por el horizonte y pronto serían solo dos siluetas en la memoria
de todos. Pero muchos se quedaron mirando el horizonte un buen rato, siempre
queda la esperanza del retorno. Sin embargo, allí solo quedaban arbustos
pequeños. Allí solo quedaba un camino vacío que se encontraba con el pueblo y
con los ojos de todo el mundo.
Hasta que, como para romper el
silencio, alguien habló: «¿No que decían que la mujer tenía una nariz repleta
de lunares con pelos grandes? ¿Acaso no era bizca, calva y gorda de la cintura
para arriba?». Otra voz señaló: «No que decían que la mujer esa tenía las
piernas como patas de saltamontes». Una voz de mujer, aflautada, dijo: «Y
pensaban que era albina y muy viejísima». Y otra siguió: «Como que tenía cola
de mono y pezuña en lugar de un pie». Una voz que escupió groseramente, dijo:
«Como los duendes, esos que tienen como rostro una pelota de carne peluda, esos
de largo pelo blanco y llenos de piojos». Y otra voz recordó: «La mujer no era
ella sino una burra manfredita, de las que no aceptan burro porque son muy
estrechas». «¡Qué carajo, si solo era una mujer como cualquier otra!», dijo
alguien más.
El sol declinó al fin, se hundió en el horizonte. Llegó la penumbra. Nadie habló más ese día. Todos, ya convertidos en sombras silenciosas, se dispersaron.
MIGUEL GUTIÉRREZ CORREA:
“La mayoría de las historias de Colina Cruz se erigen como una suerte de memoria colectiva de Guaranguillo, una aldea olvidada de la región de Jaén, en que junto al dolor, la violencia, la desolación se halla también el matiz humorístico de la comedia humana rural. Los personajes que son como sombras, como siluetas difuminadas o fantasmales, adquieren sustancia a través de la voz de de los distintos narradores, voces que dan cuenta, casi siempre en un tono expiatorio y aun de conjuración, de la violencia subversiva y contrasubversiva, del peso de la superstición y la intolerancia aldeana, o de la iniciación degradada del sexo y el descubrimiento de la muerte y de la levedad y futilidad de los actos humanos.
“COLINA CRUZ Y LA COMEDIA
HUMANA RURAL”
ALFONSO TORRES VALDIVIA:
“Después
de Tiempos de Colambo (Sanval, 1996)
Gutiérrez nos entrega un nuevo libro de cuentos. La temática presentada en su
primer trabajo literario, la comedia humana rural, esta vez es ampliada con la
superstición, la intolerancia y la violencia subversiva instaurada en la sierra
norte del Perú. Las diez historias presentadas logran atraer nuestra atención,
porque el narrador adopta el punto de vista de un poblador. Su lenguaje y sus
vividas descripciones nos obligan a realizar una cautelosa traducción. Cada
historia de Colina Cruz tiene un
narrador distinto y si algo los homogeniza es el humor que en este caso suele
ser negro. Ese es uno de los aciertos de Gutiérrez. El narrador no se sitúa más
allá de sus personajes, sino que participa en la historia, adopta un tono
expiatorio y ante la intolerancia aldeana, su respuesta es darle un aire cómico
a lo narrado.
Hay cuentos como El desconocido donde el narrador, personaje femenino, nos cuenta la
historia como si careciera de sentimientos maternales; esa voz recuerda un
hecho, pero el tono con que cuenta la historia destila brutalidad, desconfianza
hacia todo aquello que viene de afuera y puede subvertir el orden impuesto por
ellos. En el plano humano el cuento se hubiera enriquecido si el narrador nos
revelara si ese personaje es progenitora, carece de vástagos o si sufrió una
desilusión.
En la mayoría de los cuentos, la intervención
del autor como narrador se hace sutilmente con un estilo popular citadino para
no romper el tono. Lo interesante del trabajo de Gutiérrez es que su visión no
es, como en el caso del indianismo, la voz de un extraño, sino la de un
poblador perspicaz que nos da una visión de su mundo desde adentro sin
necesidad de traducir sentimientos ni fobias. La forma como humaniza la
naturaleza, a quien describe como un ser omnívoro, es otro logro de Gutiérrez.
En contraposición la descripción de sus personajes no es muy amable y los
presenta como tipos toscos e ignorantes. Para ellos, el narrador les reserva la
comedia humana. Incapaces de llegar al drama, su historia es patética. Solo en
los: Jazmines en el mes del Señor se
logra eliminar la barrera entre comedia y tragedia. La iniciación degrada del
sexo permite que el personaje se alce por encima del defecto de su propio
carácter, apagado y pusilánime y saque conclusiones sobre el absurdo
existencial. En Asunto lunar, Gutiérrez
despliega una técnica narrativa no empleada en los otros cuentos. A través de
un contrapunto nos vamos enterando de los pormenores de un hecho de sangre. La
amputación de una oreja. La trama y los diálogos nos mantienen en vilo hasta el
último momento. Es el cuento más logrado, porque funde personajes, tema y
espacio mediante una técnica experimental no novedosa, pero si bien tratada.
Podemos afirmar que el valor estético del libro
de cuentos Colina Cruz depende en
gran manera de su comicidad y del tono carnavalesco en general que se establece
desde los primeros relatos. El narrador, al burlarse de la lucha armada nos da
una explicación resumida del fracaso de ese movimiento subversivo, incapaz de
calar en el pueblo, que a una distancia prudencial de los hechos parece sufrir
de amnesia cuando se la interroga sobre los enfrentamientos pasados. El tono y
ese ritmo musical, sumamente hábil, que recoge el dialecto de Guaranguillo,
tienen como soporte los vocablos y las ingeniosas imágenes, muchas de las
cuales tienen connotaciones sexuales. Colina
Cruz es una incursión en un mundo cerrado a punto de explotar, refleja no
solo los sueños y pesadillas, sino los recursos técnicos de Teófilo Gutiérrez,
narrador nacido en la sierra norte del Perú.” (Lima, noviembre de 2011)
MARIO SUÁREZ SIMICH:
“Ya
desde su primer libro, Tiempos de Colambo, y después con Colina cruz,
Teófilo Gutiérrez ha ido urdiendo un universo propio que une el Jaén de su
infancia con la Piura de su adolescencia en cuentos donde la voz de los
personajes, las historias rememoradas y la atmósfera destilan la cosmovisión
rural de una parte de la zona norte de nuestro país. Ahora, en El perro no
vendrá más a olisquear, a estas virtudes narrativas esgrimidas en los dos
primeros libros, hay que agregarle una impronta poética que vuelve a su prosa intensa
y más humana aún y que indica, de manera inequívoca, la madurez narrativa de
uno de los mejores cuentistas de la generación del 80.