CARLOS L. ORIHUELA (Tarma - Perú). Obtuvo el grado de Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú, y los de Maestría y Doctorado por la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos). Ha publicado los libros: Dimensión de la palabra (1974, poesía), Abordar la bestia (1986, poesía), Nube gris (2002, poesía), Abordajes y Aproximaciones. Ensayos sobre Literatura Peruana del Siglo XX (1950-2001) (2009), Valle de entonces (2012, narración).
Publicamos los poemas que corresponden a las plaquetas de poesía: Asfixia (Lima, 2022) y En Mama Huari otra vez... Estos magníficos textos muestran instantes en los que el poeta aborda dos temas distintos con gran profundidad, pues explora la terrible pandemia Covid y también trasmite la visión mítica de la historia de las rocas de Mama Huari que se erigen en Huaricolca, ubicada en la templada región de Tarma, Perú.
El poeta nos entrega estas creaciones poéticas a través de un lenguaje fresco y pulcro para destejer detalles de una pandemia que deshizo los nervios humanos y, de la misma forma, hilvana el hecho mágico que subyace en toda la tradición oral de nuestra cultura diversa y trascendente como es Mama Huari.
Asfixia
Lima, octubre de 2022.
Un poema dedicado a su hermano Enrique Ernesto
I
Recuerda, el 2020 es tu habitación,
el techo estático, arrancado de tu vida;
su vacío desteje el sol, los ángulos cortantes del aire,
las cifras dañadas del calendario.
Tu cuerpo habita el reloj, las fases estrujadas del mundo;
mide su respiración, los gramos de su energía.
¡Ah, tiempo encadenado, vuelo atrapado en la conciencia!
¿Quién apura este desliz del átomo, las operaciones fallidas
del organismo, los aceros desflecados en la respiración?
¿Quién arranca unidades del aire, rocas angulares del dolor,
tallos aún vivientes?
¿Quién desata el aguacero equívoco, los calores rabiosos,
los ventarrones desplumados?
Clausuraron el amanecer,
los templos vigorosos del espacio:
desde las ventanas los pájaros estiran la luz,
cincelan el rumor con tercos gorjeos y silencios;
el horizonte declina, salpica astros huidizos,
dardos calcinados que desangran las tardes.
¿Sientes tu extensión, tu ruta temporal, tus topes corporales?
¿Te sabes exacto, aún creciente, agregado al espacio?
El zigzag del sable cuartea las horas, las rutas al vacío;
lumbres agónicas tiritan en el corazón,
retuercen las amenazas, los capítulos vacíos de la soledad;
el viento enreda aullidos, aleteos remotos,
estruendos sospechosos en el pecho;
máquinas apuradas quiebran esquinas, avenidas, edificios apagados,
cruzan el portón del destino.
Todo conduce a la misma celda, a la fecha atropellada,
al péndulo ciego;
se marchitan mapas, voces, memorias;
en los muros reptan auroras, paisajes extraviados,
días empapelados.
¿Quién devora las gotas del instinto, el día repetido,
las treguas razonadas?
Aquí, en la cúpula opaca, en el mirador extenuado del cuerpo,
se divaga, fracasa el pulso numérico;
arde el ser racional en tableros, en escenas recortadas, en registros erróneos;
cojean los cálculos, las miradas lineales, los tramos pendientes;
se ha quebrado la rueda previsible: el carril de la voluntad,
los trazos mensurables, las prédicas veraces;
menguan las plazas solares, los prados oceánicos:
brisas atascadas, esplendores estrujados.
Desde esta hondonada, en las junturas falsas de la tierra,
arrinconados, vagamos por los lados perdidos,
los bosques del pánico:
el destino es el aletazo ciego, la brújula hundida en las tinieblas.
Y despiertos, aún en escombros, hechos de reflejos,
de humos de hambre, contenemos el vuelo, el salto fresco;
atamos ideas, las columnas del corazón,
los filamentos del ansia.
Queda conservar las manos, las cuerdas de la imaginación,
las cartas escondidas,
los fardos enterrados de la esperanza.
II
El cielo cruje, agrieta el tiempo, las cenizas;
fluyen tardes, adioses, sangres deshojadas.
Penden pasos, horas repetidas.
Trina la molécula errada en la rama muerta.
Estilete impronunciable, talle afilado, zapa rabiosa.
Te señalan: arreas la muerte, la cola del veneno.
Te elige el puñal, y tú rasguñas el corazón, los claros ambiguos del mapa.
El hospital aparta la boca: se escurre en carteles, tableros de dolor;
¡sí, designios, pasos irreversibles, bandadas de adioses!
Tú, el victimario, gatillo ciego, trasto numeral.
Fraguas la derrota, hundes el tallo culpable.
Quieto, ¿oyes? Crepita la respiración.
Declina el músculo, la voluntad, la tregua.
¿Hallas las ventanas, el pasadizo, el escape?
Detente en ti, eres quien queda todavía, pieza extraviada.
Capítulo inmóvil, trecho latente.
¿Percibes el rumor, el agujero de la noche, la túnica esquiva?
¿Te alcanza el grito, el aullido metálico?
“La unidad tribal, herida en la médula, yerra sobre sí”.
“La razón divaga, tantea el naufragio, ahoga el lado despierto”.
“La secuencia vida–muerte deriva al atajo equívoco”.
¡Conoce su agonía¡
¡Tócale el pelaje, diluye en voces sus filos!
¿Contemplas el muro? ¿El dintel de la lluvia?
(Era el amanecer, los trazos del agua).
Chilla la alarma, el telón quebrado de la mente.
Portas el punto aciago, el hilo del absurdo.
La calle arrastra espadas, opacas caravanas.
En la lejanía huye la multitud. Destraba días, muertes, crudos destierros.
Los niños desfallecen, cavan el papel, huyen de su edad.
Deambulan en el cálculo, burlan rayas divisorias.
El gentío declina, gotea en voceríos; huye al pasado, la orilla falsa:
montañas claras, flautas de piedra, casas en la brisa.
Los viandantes decrecen, se reducen en pantallas,
crudos anuncios, remotos altavoces:
los primeros planos desatan agonías, retratos esquivos, diagramas infidentes.
Las cámaras se abren al temor, telones ambiguos;
desvían luces, gestos, derrotas, arrebatos.
La voz te desdibuja, cubres fragmentos,
gestos fugaces.
La norma del metal y el caballo del encierro.
El agujero corroído de la respiración.
La vigilia sobre tus propios restos.
Los fuegos de los ojos en los ventanales.
“Son los tiempos”, te convences. Apuras tu rueda animal
sobre el cartón de fórmulas; esbozas la espera,
las cifras sobre la esfera, los plazos probables.
“El desvío inicial modifica el todo, se expande innumerable”.
“El pacto metódico determina el orden, calcula el horror”.
“La fuente natural define el fenómeno, rehace el objeto”.
Apóyate en ti. Elévate a tu piel, la terraza insomne.
¿Tocas el botón, el destino? ¿Lo escuchas?
Te advirtieron, arrugaron tu hambre,
omitieron la balanza,
anudaron el aire.
Agrégate al calabozo, coteja tu eslabón, descifra el escenario.
Aquí el camino y ahí el abismo, abriéndose en los ojos,
en patios incalculables.
¿Quién forzó la puerta, arrancó el letrero
y esparció esta música?
¿Por dónde huye la ira, la nave agrietada?
¿Qué remedia el tiempo, esta mitad de abismos?
¿Quién resuelve el plazo, el proceso sumario?
“El dolor y el placer sostienen los ejes del cuerpo”.
“Todo desastre colectivo es, sobre todo, desastre de individuos”.
“El tiempo–espacio modela el fenómeno; no lo explica”.
III
LOS CONTINENTES:
Arrasados –tierras heridas, apretados nubarrones–, los continentes declinan, degluten su energía, costras de arena sobre pueblos insepultos. Sus portones, antes incrustados de metales, blasones labrados en la electricidad y tablas de júbilo, rechinan sobre ejes muertos. En sus tejados campea el puño del aire, los rayos torpes del desvelo, el viento enojado de la amenaza. En las calles, gentes difusas huyen del día, de
la noche, de las campanadas del cuerpo. Una brisa espinada envuelve la soledad, los rincones encadenados: asolan buitres enquistados en la respiración, puñales diluidos en la sangre. El punzón despierto, la molécula detonante, horada refugios de la energía, alas descosidas en el espacio; se enarbola la cabeza del hambre, el cabo marchito de la fiebre; el brazo único del dolor, impávido, recorre sobre el raso del tumulto; se encrespan banderas de la peste, los aguijones invisibles; refulgen señales astrales de la asfixia, rutas extenuadas de la voluntad. Las plazas, antes de aves solares, halos estridentes, desgranan lamentos. Niños de hilos sonoros, hombres de sombreros navegantes, damas labradas en redes de pétalos, cruzan pantanos, hunden los pies en el mañana derrotado.
LAS NACIONES:
Los mapas se estremecen. En cada isla, en los retazos de la tierra, asola el temporal, se acorta el aire o se desvanece, se agota el pan terrestre. El ciego rodillo cruza el llano, surca la razón, cuartea las promesas, tiende vacíos en mesas invisibles. Se esfuman las banderas tibias, las cercanías floridas de las palabras, los adioses sangrantes, el abrazo fluido de los hijos. Las fronteras desfallecen en llagas recientes, alzan puños marchitos contra el día: allá, en el horizonte, se avecina el pesar, el torrente impensable; en las calles resuena el ocaso, los nudos mortales de las sombras. El dolor invade a tientas, hiere en sus balanzas: trozos fortuitos de historia, papeles culpables en los muros, pesos antiguos de armas y aceros dormidos; la agonía se enardece en rincones, en raíces, desde el siempre al siempre; agrieta rutas de escape, zonas clausuradas de la respiración, nubes azarosas. Escudriño el mapa, los colores inútiles del orgullo, los perfiles célebres o infames, palpo los bordes corroídos de los pueblos; y en los sembríos y caminos, entre las líneas despiertas de las tribus, en el corazón innumerable de los hombres, se desprenden lágrimas, naufragan palabras, huyen del corazón las ganas de todo.
MI PAÍS
¿Flotas aún en arcillas? ¿Lates aún bajo la tierra?
¿Suena aún la aurora en tus arcos de aves o lluvias?
Naufraga ahora mi memoria, divaga y perece en valles de
piedras, en desiertos. Imagino tus éxodos: caminos trizados
por la noche, largos en arenas muertas, en tardes alarmadas.
En los cielos, convulsiona la tempestad, las furias repentinas;
cada estrella es un brinco temerario, penoso destello
que se escurre en los sueños.
Las gentes hurgan la brújula, las huellas de la estación;
estiran puentes sobre el pasado; encienden antorchas de
sangre, fogatas en las montañas del espíritu. Detrás quedan
las barracas, las penumbras del hambre, el encierro reseco.
Retornan a la calle secular, al abrazo decisivo de los árboles;
retoman el viento enérgico, el suelo incansable, los ríos desatados.
Aguardan los altares cósmicos, las venias familiares
de la tierra, los corredores pensantes de la vegetación.
En la urbe, entre el cemento y los hierros frondosos, vagan
las sombras y las máquinas, tientan salidas en el laberinto,
en las palabras descolgadas de las clínicas, en las torres
enredadas de las cifras. Callaron los clamores en las plazas,
los conciertos apretados; se arrinconan en el miedo, en los
ángulos últimos, al acecho de la bondad, del aliento oculto,
de los toques ligeros del amanecer.
EN MAMA HUARI, AQUELLA VEZ...
“Las rocas de Mama Huari”, de Tarmeño. Lima-Perú. Julio 2024.
Técnica: Acuarela sobre papel, 38 x 36 cm, 2023.
(Las rocas de Mama Huari se erigen en Huaricolca,Tarma, Perú).
En Mama Huari, aquella vez...
I
Esas rocas. Lanzas de asombro contra las testas del átomo, mazas de origen en el pulso de la multiplicación, torsos de espacio en los pedestales de la memoria; hálitos de ira que profanan la médula del grito, la rueda cautiva del embalse estelar; galgas hundidas en las noches de la geología, en el vientre viscoso de la velocidad; esqueletos de sol en cuyos tallos arden las hojas numerales, las hebras planetarias, las rosas ciegas de la navegación; pedernales incipientes cuyas furias embravecen los ciclos simultáneos de lo interminable, las cascadas irresueltas del vacío, los hachazos perplejos de la química; túmulos terrestres incalculables cuyos dedos deambulan en el reloj, sin ruegos, sin agonías, sin bufidos de árbol inicial, sin bostezos de bosques esquinados en tiempos y palabras.
Esas rocas. Guerreros nimbados en la yema del ente inmediato, ecos de roca expelidos en puños cifrados, en nudos semejantes a la proa rocosa del planeta, a la estampida vegetal cuyo murmullo se anuda en espejismos, en hojarascas airadas de luz; hundidos en el fango del aullido, en el abismo crónico del metal, en la gruta insistente del dardo silábico que perfora la armadura de la idea; linfas de tierra bajo la losa aritmética de la conciencia, masas extenuadas, enfurecidas en los colmos de la anatomía mineral, en la tripa oceánica del aire, atadas a la pata errante del péndulo, reincidentes en el caudal circular de la piedra, en el alud espumoso que la oscuridad sacude en los sentidos subterráneos, en las nervaduras unísonas del granito.
Esas rocas. Pagodas de nervio atrapadas en la energía, en las espesuras carnales, en la corola astillada de la bruma; barrotes indomables de las eras orgánicas, asfixiadas en la curva metafísica del ojo, en los archivos trastornados de la desmesura, varadas en el desván intermitente de la inconsciencia, en las praderas armónicas del espectro, en las escarpadas esferas del pájaro plural; balcones dilatados en el agujero voraz de la palabra, fuegos en el osario verbal, en el catafalco enardecido de la raíz, en los filamentos indefinidos del concepto; templos flotantes sobre el zumbido animal, sobre las charcas de la cifra en cuyo centro vibra una centella herida, una flecha muerta, invertida, contradictoria en su imagen periódica; torres ensombrecidas en el hastío, en la pereza cósmica, elevadas en las crestas paralíticas del estupor, en el patíbulo acuchillado de la noche, en la sed corrosiva de la boca abismal, en las quijadas omnívoras del calendario, del apetito sideral del meteoro.

Esas rocas. Tumultos interiores del objeto, cubos atroces que el pensamiento arrastra en voces eléctricas, en trinos que gotean en guijarros de lágrimas, en semillas que ladran desveladas en las noches del equinoccio; bloques del color de la espera, del austero matiz del tránsito, apilados en el limbo del génesis, en el reflujo de las fuerzas peregrinas del sueño, encubiertos en el azufre concéntrico del tacto, en el invierno giratorio del mármol, en las barbas incalculables del tótem dialéctico. Esas rocas. Bloques en ondas sanguíneas que encallecen la contemplación; fuentes obstinadas que arrastran la lengua secular, la carta poliédrica que el cerebro dispara contra las vigas de la mirada; períodos clausurados de la apariencia, líneas certeras de la fabulación, de las articulaciones tempestuosas de la energía; torrentes de razones en fuga al tórax deshuesado de la repetición, temerosos del labio filoso del chillido; trozos espaciales que se adentran al precipicio primordial, al frontón numérico de la inmensidad, al risco ebrio de lo interminable, a las cumbres múltiples donde el ensueño pierde su órbita y se precipita a la idea sorda.
Esas rocas. Cuerpos sucesivos en alaridos de agua, en antesalas físicas inconquistables, oleadas de soledad lanzadas al desierto del volumen, agónicas en los tronos fortuitos de la materia, en las hierbas templadas bajo el manotazo celeste; garrotes del espacio arrumados en las mazmorras del fuego, abiertas como fisuras en las dimensiones, en las distancias empozadas en la inmovilidad, en los espirales inflamados que descienden al talón del futuro; torres de hebra lunar que se encrespan en corolas de colmillos, en cabelleras magnéticas, en la herida sesgada de las tardes humanas, que retoñan en la maquinaria instintiva del cosmos, en la canícula engranada en los siglos como un corazón en un muro repentino.
Esas rocas. Titanes desterrados a la molicie de la cuadratura, a la simetría del rosetón espacial, sólidos veloces de cuyo trazo brotan, en zafarranchos abismales, cernícalos indivisibles, buitres totales atrapados en las serpentinas del minuto, graznidos atornillados a las muñecas de la tempestad, arrojados en cenizas a la unicidad del túnel ocular, a las garras de las salpicaduras del dolor, sedientos de vida en su asedio al instante, a la multitud de la mirada, al desvarío solar en las mareas del sueño, a la vejez instantánea de la palabra; bloques estirados sobre la túnica irrepetible de lo infinito, suspendidos en aretes planetarios, en los techos ubicuos de las constelaciones, fríos centinelas que el insecto geométrico erige desde el humus de sus entrañas, trastornados en la boca del año, del segundo, del tiempo del tiempo.
IICaminamos bajo la mañana. El sol huía enredado en brisas, grises remotos, nieblas húmedas. El camino bordeaba peñas, quebradas heridas, galgas de granito apuntando al cielo; ascendía en curvas entre helechos, rocas apretadas en desfiladeros, llanos apagados. Íbamos por la senda que se deshierba aterida por los vientos de Mama Huari. Nuestros pasos eran de horas, de años, de eras resumidas en instantes de sol y lluvia. Sorteábamos las brechas de sangre que divorcian tiempos, intervalos ciegos en rutas de siglos, puentes de cifras perdidas. Rasgábamos el silencio con golpes de voces, ecos lejanos del corazón, torpes memorias, retratos torcidos del pasado. El presente flameaba total, enraizado en su instante.
Caminábamos destinados a la desmesura, al océano imposible de los ojos, al templo desbordado del espacio; íbamos reales, anegados en aliento, entre arroyos huidizos, mariposas de limo, árboles adormecidos. La resolana liaba nuestras frases como un cordón ardiente, flotaban lienzos de alborozo colgados en las fauces del aire, resacas de risas sobre las murallas del instante, trazos recientes en el espacio, en la tabla mansa de la vegetación. El presente se extraviaba en la senda quebrada, arisca, de las escalinatas, en pasajes escarpados hacia los topes de las montañas. Era la niebla prendida a las redecillas de la luz, a los cascabeles de aire, a las pupilas ocultas en las candilejas veloces de la noche planetaria. El hoy era el destino único de lo eterno, el peldaño móvil en los laberintos de la hierba, en los patios de la liebre espectral, irreverente, fugaz en su ingeniería instintiva, el instante erguido en el pajonal, en los senderos destejidos del riachuelo.
Un islote intermitente de dichos, de memorias fieles hasta la exasperación; nombres encanecidos, pretéritos ya insípidos aferrados a la boca, fuentes en cuyos hilos fugaba la cola del júbilo, la ración irrevocable de la esperanza, el chorro cíclico de los seres inmediatos.
Y ascendimos precisos, guiados por el mapa vivo engastado en la tierra, por voces que el tiempo esgrime en la piedra; y hundimos las manos, los cuencos esponjosos de la mente, enel agua milenaria de Mama Huari, el ojo atemporal que todo lo contiene, el punto minucioso inserto en el punto absoluto. Bebimos en su remolino ventral, en su abismo universal de madre, siete sorbos, siete sangres que encendieron la única voz de las rocas, la araña cósmica perpetua, el candelabro de heridas de las cumbres. Y lloré como si reiniciara mis calendarios, mis prolongadas pasiones circulares; gemí con toda mi vida mi distancia inútil, el silencio estropeado de mis ropas, la calleja adormecida de mis suelas. Desgarré el telón carcomido de mis cansancios, liberé los zargazos metálicos de mis nervios; mi alma roedora detonó su lago ácido y trepé, en desasosiego, el árbol de mis culpas. Ausculté en los signos que el agua desmadeja desde las losas del frío, en las ojeras del papiro mineral, el saludo extenuado del músculo, las cartas aliviadas de la respiración, las banderas sonámbulas de los sentidos. Abrí mi cofre de arenas y liberé, arrepentido, la piara de insectos de mis himnos, y lloré otra vez una canción semejante a la lluvia, a las olas del rebaño estelar. El agua deslizó por mis dedos las gotas proféticas de su nitidez. Luego, cuando en la piel nos asomaba la risa como un tatuaje alborotado, descendimos renacidos, llenos de sol y torrentes frescos en las junturas del espíritu. Cruzamos el pedregal, la alfombra adormecida de los maizales, el mediodía elevado en humores terrenales.

III
Mama Huari no espera. Está porque está. Yace indudable, se establece en el siempre, en la nave neutra del acto. Crece en el vaivén de su esencia, en el iris de sus rutas múltiples, en el vértigo irrevocable con que arde. Brota unánime en el flujo riguroso de su materia, en el nudo febril de sus luces. Brama en las arrugas del rayo, en el árbol solar que lanza en fibras rabiosas sus frutos, sus hojas flageladas. Fluye en la ruta ahorcada del eco, en las duplicaciones vehementes de las estaciones, en la energía que se muta a su propia semejanza; voz horadada que reitera sus preceptos de dios apagado, estancia sin fechas en el clamor del metal, en los disfraces de la piedra que retorna a su origen, envuelta en rumores oceánicos, en nubes repetidas.
Mama Huari yace en la llanura vidriosa de los ojos, estampada en el infinito como una mancha donde caben los naufragios secretos de la existencia, donde arden en su mecha sagrada los puertos únicos de la cabeza, los rasgos cicatrizados de la razón; está y toda pregunta la conmueve como una gota de verdad que roza apenas sus pupilas; está cuando nos cabe en la bondad de la noche la candela coloquial de la vida, cuando cada exhalación de fuego o agua sobre los tropeles del vacío es una voz significándolo todo, callándolo todo, dejando en el hoyo de la interjección una parábola larvaria, un mandato que sedimenta sus filos en los cimientos de la imagen, un yo desencadenado en moléculas que ruedan sobre páramos de la infinitud, acumulaciones simbólicas con que el imperio del ego erige sus atalayas.
Mama Huari escucha y calla, labra sus rostros como si dragara en la cortina final de los libros naturales, torna el jeroglífico de su bondad hacia la página emplumada de la falacia, hacia los despeñaderos del papel asesinado, agrieta la esfera de sus lados perdidos, urde el bostezo por donde fuga el sonsonete de su fragilidad. Si hablara con lengua mortal, los universos mudarían sus ropajes, atarían sus tropeles de animales nubosos, llovería la leche espacial en flecos vivientes inundando de gemidos los osarios astrales, las constelaciones renacidas; los vaivenes imantados del dedo lunar desdibujarían los destinos, soltarían sus espadas de cera contra el corazón arenoso de los relojes, contra los restos de sombras en los ángulos dormidos de la tierra.

Mama Huari empuña la sílaba trunca que nos merodea, los hilos de la gramática de los hechos, las fugas uniformes de los seres instantáneos; señala el punto solar de las grandes decisiones, el ademán que desgaja fronteras en el entendimiento, el árbol incoloro que enerva su caja de adioses y la libra a la avalancha de la interrogación, al pantano del paréntesis; pulsa la red mecánica de las turbulencias, las dentadas ruedas del infortunio, las rectas alarmas de la inteligencia; desarticula la soledad, los torpes silencios, y los arroja al remolino de la memoria, al mapa crónico de la escritura, al lienzo silvestre de la mitología; cuelga sus collares de notas como faroles de líquido estelar, como mariposas suspendidas que agitan las puertas de la iluminación; corre el pestillo de los teatros febriles de la inexistencia, de los retratos amotinados de la desolación, y queda presa en las superficies, en las porosidades que articulan los cuerpos fugaces; permanece en lo nunca dicho, en el grano final del sonido, en la espina limpia de la lengua absoluta.

Abordajes y Aproximaciones. Ensayos sobre Literatura Peruana del Siglo XX (1950-2001)

Este libro es una selección de nueve ensayos que resultan una exhaustiva y sugerente lectura de algunos de los autores y obras más representativos de aproximadamente cincuenta años de la literatura peruana contemporánea. Como nos lo confiesa el autor, su objetivo primordial es poner en consideración la serie de reflexiones y conclusiones a las que ha venido arribando en lecturas e investigaciones realizadas en sus años de docencia universitaria en el Perú y los Estados Unidos. El resultado es, pues una antología de investigaciones centradas principalmente en textos que ponen de manifiesto de manera clara y profunda la naturaleza diversa y contradictoria de la literatura peruana en su proceso post-colonial. Especial importancia adquieren los capítulos dedicados a autores afro-peruanos, sobre los que se han hecho aún muy pocos estudios sistematizados. Igualmente podemos mencionar la profundización y novedosos planteamientos en torno al fenómeno intelectual de la Generación del 50, así como las aproximaciones teóricas y técnicas al desarrollo de la poesía conversacional de las décadas de los 60 y 70. Sin duda, este volumen significa un aporte valioso y motivador para el balance y evaluación de un período crucial en el proceso literario y cultural del Perú contemporáneo.Valle de entonces
Este libro es la selección de catorce relatos de Carlos L. Orihuela, despliega y armoniza testimonios de tradiciones andinas vivientes, crónicas que ilustran y alegorizan nuestra heterogeneidad social y cultural, ficciones recargadas de la agitación y hasta la violencia tan propias de nuestros días, y relatos y viñetas saturados de ecendida subjetividad, humor y poesía. Esbozados en variadas propuestas narrativas y con pareja habilidad y sutileza, desarrollan argumentos y situaciones que confluyen, como puezas complementarias de un rompecabezas, y vienen a conformar la sola historia de un universo humano y una colectividad. Relatos cortos, escritos en lenguaje simple y claro, tratando de auscultar la memoria del aquí -de los espacios nativos más sentidos e inmediatos- y el exilio, el presente caótico e indescifrable, y la gran imagen histórica y mítica del Perú.