viernes, 25 de octubre de 2024

LA MUJER DE ANTONIO CLAROS, un cuento de Teófilo Gutiérrez




LA MUJER DE ANTONIO CLAROS (del libro Colina Cruz)

Teófilo Gutiérrez

Antonio Claros se ausentó cerca de un mes del pueblo. Al regresar lo hizo acompañado de otra sombra. Era una noche bien prieta, de esas en que solamente se presiente la forma de quien la habita o camina. Desde ese día los guaranguillanos dijeron, calladamente: «Antonio Claros, por fin, ya no duerme solo, ha traído una mujer de Ambato».

La pregunta que más se hicieron los guaranguillanos durante ese día y los siguientes fue saber cómo será la fulana. Esperaban que Antonio Claros les presentara a la señora. Pero no lo hizo. Entonces se lo dijeron, qué, ¿acaso, tiene un pie cojo?, comprendemos, ¿es muda?, también lo comprendemos. Pero Antonio Claros selló sus labios. Se ponía serio y miraba de reojo. Los guaranguillanos inventaron pretextos para acercarse a la casa de Antonio Claros, que estaba ubicada en la parte este de Guaranguillo; alrededor de ella se levantaba una tapia de la que colgaban hacia el exterior enredaderas que el tiempo había acumulado como si fueran un enrevesado colchón de chamisas, de donde brotaban en manojos flores amarillas olorosas, de manera que la curiosa mirada de los guaranguillanos se tornaba ciega. Por el interior las enredaderas unían por encima el pequeño espacio que separaba el muro del techo de la casa, por lo que los guaranguillanos, aun subiéndose a la parte alta de la colina o a las ramas de un michino, que se erguía señorial junto a la iglesia, no podían mirar hacia el interior. 

Antonio Claros continuó su vida normal durante varios meses. Muchos de los pobladores, o casi todos, le preguntaron por su mujer, casi como si estuvieran obligados a hacerlo. Él solamente contestaba que ella se hallaba muy bien. Luego apuraba el paso. Día tras día la gente seguía preguntándole lo mismo y él contestaba lo de siempre: «Bien, gracias». Y apresuraba el paso.  Pasaron más días, muchos meses, y los guaranguillanos siguieron comiéndose las uñas, tratando de averiguar algo sobre aquella mujer. «Si es que existe —dijeron—, ella tendrá que asomar la cara en algún momento. Nadie puede vivir recluida en una casa toda la vida». Pero a la mujer nunca se le vio. Entonces avanzaron un poco más para matar la curiosidad, porque en la hora menos esperada cualquiera le tocaba la puerta con el pretexto de consultarle algo sobre el trabajo de albañilería, el oficio principal de don Antonio Claros, porque también era campesino como todo el mundo y durante la mayor parte del tiempo. Él los hacía pasar al patio y ellos asomaban la nariz por sobre el hombro mientras hablaban con él. Pero se cansó de tanto verlos y entonces comenzó a tratarlos muy mal. Nunca más volvió a abrirles la puerta. Quienes aún insistían se estrellaban con la parquedad de un hombre que empezó a vivir en la penumbra, que les devolvía las palabras en la cara a través de algún resquicio y que, finalmente, no quiso responder siquiera el llamado de la aldaba.

El tiempo pasó sin sentirlo y, lógicamente, hubo tantos resentimientos de los guaranguillanos contra Antonio Claros, que ya no lo contrataron para que arreglara o construyera casas. Dejaron de hablarle. Prefirieron traer un albañil de un pueblo cercano. Los domingos pasaban de ida y vuelta delante de su casa, castigándola con infinidad de miradas torcidas. En las tardes se juntaban en grupitos y, en voz alta y carcajadas continuas, hablaban de lo mismo e, incansables, hacían trizas la vida entera de Antonio Claros. Recordaban cuando Francisco Gil lo trajo para que construyera la primera iglesia de una sola torre. Después hizo la casa de los Méndez Rivas y también de las familias importantes. Habían pasado cerca de dos años. Luego edificó su propia casa y con la plata que ganó durante ese período de bonanza compró una huerta y unas hectáreas de café. Durante esa época las jóvenes casaderas lo acosaron, pero más interés mostraron los padres de estas que hicieron lo indecible para que Antonio Claros se dignara a asistir a las reuniones familiares. Nunca lo lograron. Durante años, la rutina de este hombre ya era conocida. En muy escasas ocasiones tuvo algún diálogo fluido con alguien. Su vida transcurría de su casa a la huerta y viceversa. Incluso, cuando lo contrataban como albañil, solo hablaba lo necesario. El día de San Francisco de Asís, el cuatro de octubre, se oficiaba la misa principal de todo el año a la que él asistía pulcramente vestido, se confesaba y se mantenía arrodillado durante toda la ceremonia. Luego se esfumaba. El único amigo íntimo que tuvo fue Machaguay Brito, un hombre también solo. Dijeron de todo contra Antonio Claros, pero este parecía sordo y continuó su vida normal. Entonces, algunos iniciaron el acoso final, agrediéndolo con insultos directos cuando él transitaba por el camino a su huerta de café, porque desde los arbustos alguna voz al acecho lanzaba una ofensa, buscando herir lo más íntimo y sagrado. Otras veces le tiraban terrones y hasta barro podrido. Él se quedaba quieto y callado, oyendo el ruido de las hojas de los arbustos de quien o quienes fugaban cobardemente después de atacarlo. Llegaron a colgar letreros de todo tipo en la puerta de su casa o cerca a ella. Él los retiraba pacientemente en las mañanas. Finalmente, no solo empezaron a tirar piedras arteras al techo de calamina, sino también animales muertos, carroña que atraía a los gallinazos, huellas que marcarían la estancia de los últimos días de Antonio Claros en el pueblo, huellas del odio que la oscuridad de la noche amañaba.

Hasta que una tarde soleada de un domingo, cuando todo el mundo descansa, Antonio Claros y la mujer cruzaron el pueblo con dirección a Ambato. Se marchaba a ojos vista, como dicen. Así era, Antonio Claros, después de treinta años de vida en un pueblo que tenía las huellas de sus manos en las paredes de sus casas, había decidido partir, y para siempre.

Entonces los guaranguillanos sí que abrieron los ojos hasta donde no podían abrirlos más, como para llenarse de la imagen de una mujer que había sido el tema eterno de la habladuría o la comidilla de la mañana, tarde y noche, por meses; casi un siglo para Antonio Claros. En ese único instante, todos verían a su regalado gusto a una mujer de contextura delgada y talla mediana. Tenía puestos unos pantalones jeans y una blusa impresa con flores lilas y una lluvia de escarcha. Pasó dejando un hilo de colonia que recorrió de lado a lado el pueblo. El olor parecía salir de su frondosa cabellera negra que la batía el viento.

Los guaranguillanos solamente callaron y se miraron unos a otros, como queriendo hallar un culpable al final de la fila por tanta habladuría y suposiciones que llegaron al extremo de la crueldad.  Pero Antonio Claros y su mujer desaparecieron por el horizonte y pronto serían solo dos siluetas en la memoria de todos. Pero muchos se quedaron mirando el horizonte un buen rato, siempre queda la esperanza del retorno. Sin embargo, allí solo quedaban arbustos pequeños. Allí solo quedaba un camino vacío que se encontraba con el pueblo y con los ojos de todo el mundo.

Hasta que, como para romper el silencio, alguien habló: «¿No que decían que la mujer tenía una nariz repleta de lunares con pelos grandes? ¿Acaso no era bizca, calva y gorda de la cintura para arriba?». Otra voz señaló: «No que decían que la mujer esa tenía las piernas como patas de saltamontes». Una voz de mujer, aflautada, dijo: «Y pensaban que era albina y muy viejísima». Y otra siguió: «Como que tenía cola de mono y pezuña en lugar de un pie». Una voz que escupió groseramente, dijo: «Como los duendes, esos que tienen como rostro una pelota de carne peluda, esos de largo pelo blanco y llenos de piojos». Y otra voz recordó: «La mujer no era ella sino una burra manfredita, de las que no aceptan burro porque son muy estrechas». «¡Qué carajo, si solo era una mujer como cualquier otra!», dijo alguien más.

El sol declinó al fin, se hundió en el horizonte. Llegó la penumbra. Nadie habló más ese día. Todos, ya convertidos en sombras silenciosas, se dispersaron.  




         MIGUEL GUTIÉRREZ CORREA:

“La mayoría de las historias de Colina Cruz se erigen como una suerte de memoria colectiva de Guaranguillo, una aldea olvidada de la región de Jaén, en que junto al dolor, la violencia, la desolación se halla también el matiz humorístico de la comedia humana rural. Los personajes que son como sombras, como siluetas difuminadas o fantasmales, adquieren sustancia a través de la voz de de los distintos narradores, voces que dan cuenta, casi siempre en un tono expiatorio y aun de conjuración, de la violencia subversiva y contrasubversiva, del peso de la superstición y la intolerancia aldeana, o de la iniciación degradada del sexo y el descubrimiento de la muerte y de la levedad y futilidad de los actos humanos.

Pero lo que confiere mayor jerarquía artística a Colina Cruz, no son las historias en sí mismas sino la textura de la prosa, fresca y precisa, con que Teófilo Gutiérrez ha sabido tejer las voces narrativas de sus deleitables cuentos.” 


        “COLINA CRUZ Y  LA COMEDIA HUMANA RURAL”

        ALFONSO TORRES VALDIVIA:

    “Después de Tiempos de Colambo (Sanval, 1996) Gutiérrez nos entrega un nuevo libro de cuentos. La temática presentada en su primer trabajo literario, la comedia humana rural, esta vez es ampliada con la superstición, la intolerancia y la violencia subversiva instaurada en la sierra norte del Perú. Las diez historias presentadas logran atraer nuestra atención, porque el narrador adopta el punto de vista de un poblador. Su lenguaje y sus vividas descripciones nos obligan a realizar una cautelosa traducción. Cada historia de Colina Cruz tiene un narrador distinto y si algo los homogeniza es el humor que en este caso suele ser negro. Ese es uno de los aciertos de Gutiérrez. El narrador no se sitúa más allá de sus personajes, sino que participa en la historia, adopta un tono expiatorio y ante la intolerancia aldeana, su respuesta es darle un aire cómico a lo narrado.

Hay cuentos como El desconocido donde el narrador, personaje femenino, nos cuenta la historia como si careciera de sentimientos maternales; esa voz recuerda un hecho, pero el tono con que cuenta la historia destila brutalidad, desconfianza hacia todo aquello que viene de afuera y puede subvertir el orden impuesto por ellos. En el plano humano el cuento se hubiera enriquecido si el narrador nos revelara si ese personaje es progenitora, carece de vástagos o si sufrió una desilusión.

En la mayoría de los cuentos, la intervención del autor como narrador se hace sutilmente con un estilo popular citadino para no romper el tono. Lo interesante del trabajo de Gutiérrez es que su visión no es, como en el caso del indianismo, la voz de un extraño, sino la de un poblador perspicaz que nos da una visión de su mundo desde adentro sin necesidad de traducir sentimientos ni fobias. La forma como humaniza la naturaleza, a quien describe como un ser omnívoro, es otro logro de Gutiérrez. En contraposición la descripción de sus personajes no es muy amable y los presenta como tipos toscos e ignorantes. Para ellos, el narrador les reserva la comedia humana. Incapaces de llegar al drama, su historia es patética. Solo en los: Jazmines en el mes del Señor se logra eliminar la barrera entre comedia y tragedia. La iniciación degrada del sexo permite que el personaje se alce por encima del defecto de su propio carácter, apagado y pusilánime y saque conclusiones sobre el absurdo existencial. En Asunto lunar, Gutiérrez despliega una técnica narrativa no empleada en los otros cuentos. A través de un contrapunto nos vamos enterando de los pormenores de un hecho de sangre. La amputación de una oreja. La trama y los diálogos nos mantienen en vilo hasta el último momento. Es el cuento más logrado, porque funde personajes, tema y espacio mediante una técnica experimental no novedosa, pero si bien tratada.

Podemos afirmar que el valor estético del libro de cuentos Colina Cruz depende en gran manera de su comicidad y del tono carnavalesco en general que se establece desde los primeros relatos. El narrador, al burlarse de la lucha armada nos da una explicación resumida del fracaso de ese movimiento subversivo, incapaz de calar en el pueblo, que a una distancia prudencial de los hechos parece sufrir de amnesia cuando se la interroga sobre los enfrentamientos pasados. El tono y ese ritmo musical, sumamente hábil, que recoge el dialecto de Guaranguillo, tienen como soporte los vocablos y las ingeniosas imágenes, muchas de las cuales tienen connotaciones sexuales. Colina Cruz es una incursión en un mundo cerrado a punto de explotar, refleja no solo los sueños y pesadillas, sino los recursos técnicos de Teófilo Gutiérrez, narrador nacido en la sierra norte del Perú.” (Lima, noviembre de 2011)


MARIO SUÁREZ SIMICH:

“Ya desde su primer libro, Tiempos de Colambo, y después con Colina cruz, Teófilo Gutiérrez ha ido urdiendo un universo propio que une el Jaén de su infancia con la Piura de su adolescencia en cuentos donde la voz de los personajes, las historias rememoradas y la atmósfera destilan la cosmovisión rural de una parte de la zona norte de nuestro país. Ahora, en El perro no vendrá más a olisquear, a estas virtudes narrativas esgrimidas en los dos primeros libros, hay que agregarle una impronta poética que vuelve a su prosa intensa y más humana aún y que indica, de manera inequívoca, la madurez narrativa de uno de los mejores cuentistas de la generación del 80.





jueves, 24 de octubre de 2024

LA CARTA, un cuento de Teófilo Gutiérrez



Este cuento forma parte del libro Tiempos de Colambo.


A Luis Fernando Vidal, amigo y maestro.


Esta carta lleva adentro un montón de saludos y cariños de toda la gente que te estima y en particular mi preocupación por cierto asunto que desde hace días me da vueltas en el cerebro, que ya parece un runruneo de abejorro. Y como siempre he dicho: «Mejor es prevenir que luego lamentarse», por eso te prevengo de una vez, para que no te olvides nunca de cómo diablos era, es y será este pueblo refundido que aún se yergue sobre la tierra con sus casas de paredes blancas y aquel algarrobo grande y coposo en el centro de la plaza, al que vienen las palomas muy de mañanita a cantar y a tomarse la garúa de los follajes. Aunque de tantas casas que hubo alguna vez, cuando por aquí los días eran muy azules, solamente quedan unas cuantas porque el resto de ellas se han convertido en muros derruidos que, de a poquitos, se están pareciendo a la dureza que creció en nuestros corazones apagados. Ojalá, cuando leas estas líneas, recuerdes que por estas tierras yermas jamás nos olvidaremos de nadie, ya que en las tardes de cielo rojizo y garzas perdidas en un verano eterno todos nosotros nos decimos: ¿Qué será de Sócrates?». Es por ello que en cierta tarde me dije: «Escribo unas líneas que no están demás». Y prontamente arranqué una hoja de papel de cuaderno, divisé por la ventana cómo el sol achicharraba los ciruelos de la calle y luego me concentré, me inspiré y me dije en mi interior: «¡Pungundum!, escribe esta carta como en tus mejores tiempos de colegial. Vuélvete un plumífero, un letrado».

    Sin embargo, estoy preocupado por este asunto que dije al principio y que no puedo entender aún, porque además pienso que tú no cometerías una tontería como esa. Voy al grano, porque debes saber que hace poco vinieron a decirme: «Todos los que se van a Lima regresan, si es que lo hacen, convertidos en reverendos cojudos o, peor, se vuelven maricones». Por supuesto que dije: ¡no!, y para prevenir, porque nunca he dudado de tu integridad, es que escribo esta carta. ¿Y sabes por qué decían ello? Muy simple de explicar, pues hará como dos semanas atrás que regresó de Lima el hijo de la viuda Rosa Velásquez, esa mujer que aún vive en la salida del pueblo entre los cabuyales y dos lomas parduscas. Como a las dos de la tarde, más o menos, miraba yo por la ventana las mismas casas y árboles de siempre, cuando divisé algo raro que orillaba las veredas de la calle y por más que abrí los ojos no pude reconocer esa silueta. Hasta que se alborotó la novelería y la voz corrió por todo el pueblo: «¡Ha venido Juanito Ríos Velásquez!». Qué bien, me dije, habrá que ir a verlo ahora mismo para indagar por Sócrates, si lo ha visto, si ha conversado con él. Ya sabes cómo pienso y lo que siempre he dicho: «El mundo es más chico de lo que se cree, además de ser un lío bien cojudo esto de vivir». Por eso también me pregunté: «¿Por qué entonces no ha de haber en Lima, ciudad que no conozco ni pienso conocer, una gran plaza donde se reúnan los domingos todos los paisanos?».

    Pero al llegar donde el hijo de Rosa Velásquez un tumulto estaba con él. Yo me quité el sombrero y abrí pasó con mi vejez que todo el mundo respeta. ¿Y sabes lo que sucedió?, ni te imaginas, pues el tal Juanito ni me respondió el saludo, menos la pregunta, porque de porrazo me contestó con un borbotón de erres y eses, tan entreveradas que no entendí ni jota, su actitud me cojudeó y hasta me recordó un tiempo antiguo, aquel en que llegó el gringo Murulanda a buscar minas de oro porque le habían dicho que por esta parte del mundo estaban los mismísimos tesoros del rey Salomón; aunque, después de andar por pedreríos filosos, lo único que el aventurero halló fue muchos mojones de vacas y chivos. Te digo, pues, que me quedé pasmado y turuleco del cerebro al oír tantos disparates juntos, pues el hijito de Rosa Velásquez nos acribilló con un inglés paporreado y que si nadie lo pateó en el trasero, que ganas no faltaban, tal vez fue por respeto a su finado padre: un hombre bueno que en paz descanse porque ya se murió para siempre. Y fíjate que casi toda la gente había ido a saludarlo, pero el cojudazo parecía un papagayo amaestrado repitiendo: «yes, pero yes, pero ayansorrin, ¡oh! mister, yes» y otras huevadas increíbles que nadie entiende por aquí, donde, tú lo sabes, solamente hablamos el lenguaje del diario, ese que nos enseñaron nuestros abuelos, nada más. ¡Imagínate! Al muy melifluo, persistente, irrespetuoso, inútil: «yes, yes, okey, ayansorrin, okey, mister», tanto así que no soporté la cólera y le dije: «Oye tú, qué diablos te pasa! ¿Acaso te has tragado un loro inglés? ¿Dime, no eres el mismo Juan Ríos Velásquez que tenía los pies descalzos y el culo churreto?». Pero él ni pis, ni se inmutó, dijo: «okey, mister» ¡Imagínalo!, a la hora en que llegó, una hora de sol fortísimo, con anteojos oscuros, como aquellos que usan los ciegos de las catedrales, vestido con botas negras, camisa negra, pantalón negro y apretadísimo, además de una casaca de cuero también negra y con todo ese atuendo encima, créeme, adebajo de un sol abrasador.

    Luego el tal se dirigió lentamente a la casa de su madre, que está al final de la calle Real. Aunque tú dirás: ¿y qué otra calle hay?, pues es un decir, digo yo. Nosotros, el tumulto, también fuimos detrás de él, porque sabíamos que el asunto no terminaría tan pronto. Así fue, porque hasta su propia madre tuvo dudas para reconocerlo, pero se abrazaron efusivos y lo hizo pasar a su casa. ¿Y quién no se alegra de ver a su hijo después de cinco años de ausencia? La mujer fue rápidamente a la cocina para ofrecerle algo de beber y, de pronto, él, que se había quedado en el comedor, lanzó un grito rarísimo que todos oiríamos afuera, un estrépito: «¡Qué animal tan feo es aquel que se arrastra adebajo de la mesa!». Su madre asustadísima, pensó que en la casa había algún culebrón, un macanche cabeza de gato, uno de esos reptiles venenosos que tanto abundan por aquí. Pero no fue nada de eso. Nada. Digo yo, que fue el despelote, pues doña Rosa Velásquez no podía creer que ese mequetrefe fuera su retoño, el benjamín de sus hijos, su orgullo, por el cual siempre ponía velas al Señor de Huamantanga. La impresión fue mayúscula, tanto así que la pobre mujer se quedó sin aliento al comprobar que el monstruo, el cuco gigante no era otra cosa que un simple cuy, así como lo lees, un simple animalito peludo y de ojos vivaces, de esos roedores que todos criamos en nuestras casas desde los tiempos en que la muerte y la vida anidan juntas.

    Pero como aquí las cosas se enderezan rápido o no se enderezan nunca, doña Rosa Velásquez se encolerizó tanto que le importó un comino que frente a su casa hubiese una muchedumbre de curiosos. Entonces todos oiríamos las cien veces que la mujer hizo repetir a su hijo, y con voz de hombre, que esto se llama cuy; eso, burro, esotro, chivo; y aquel cerro pelado y pardo, Cruz Negra; y ese pájaro, putilla; y ese montón de huesos y pellejos, perros; y ese reptil que se arrastra por las rendijas, lagartija; esotro árbol, ciruelo; y esas flores entre las cabuyas de hojas anchas y espinudas, pensamientos; y esos que nos divisan como idiotas, nuestros paisanos; y esta la mano de tu madre, la gramputa que te parió. No digo más porque desde aquí comienzan las lisuras gruesas que la mujer iracunda le dijo al pobrecito de su hijo. Por eso me he puesto a pensar, que si vienes y te comportas como tal, mejor no asomes la oreja. Pero, óyeme, no te olvides cómo es este pueblo del que nunca nos iremos, salvo al cementerio, pues siempre nos hemos hecho la misma pregunta: ¿A dónde mierda?, si ya estamos oxidados de vejez y en todas partes estorbamos con tanta pobreza. Quédate allá, porque para nosotros se ha hecho la soledad, la maleza, todo lo que crece en las casas solas y se arrejunta a las telarañas. Por aquí cada día hay menos gente, hay tantos viejos y muchas viudas, pues los hombres sanos y jóvenes ni bien crecen los matan, o se los llevan en cualquier noche o día, sin saberse quiénes ni a dónde, o simplemente se largan hasta nunca jamás.


EL AUTOR

Teófilo Gutiérrez Jiménez (Jaén, Perú). Estudió Literatura en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es fundador del sello HIPOCAMPO EDITORES. Integró la Comitiva de Escritores del Perú que participó en la 35 Feria Internacional de Guadalajara 2021, México, y en la que nuestro país fue invitado de honor. En 1989 obtuvo el Tercer Premio COPÉ de cuento de PETROPERÚ, ese mismo año también fue premiado en el concurso “El cuento de las 1000 palabras” de la revista Caretas. En el 2004, ganó el Primer Premio de Cuento que organizó la Municipalidad Metropolitana de Lima y la asociación cultural Viernes Literarios. El 2021 fue reconocido por la Municipalidad Provincial de Jaén como escritor. Ha publicado los libros de cuentos Tiempos de Colambo (1996–2018), Colina Cruz (2011–2018) y el libro de poesía Sabor de sidra (2023), también la compilación de ensayos y crónicas: Cillóniz: Valoración & Trascendencia (2019) y Jaén del Perú en la memoria (2023), historia de una ciudad a través de las fotografías y crónicas. 


OPINIONES

ANTONIO GÁLVEZ RONCEROS: «Tratándose de un libro de cuentos no es común que, además de la calidad de cada cuento, el conjunto logre construir un universo particular cuyas notas den la certeza de la autenticidad. Este logro es mucho menos común si se trata del primer libro de un autor. Teófilo Gutiérrez, en ésta su primera obra orgánica, ha logrado construir ese universo, lo que permite declarar con satisfacción que con ello la narrativa corta resulta enriquecida en sus mejores frutos. Tres son las notas esenciales de las historias de esta colección: conflictos de la vida cotidiana, ámbito de pequeño poblado que tiene muy cerca la flora y el desierto, y entrega de los hechos a través de la voz de los protagonistas. El tratamiento revela madurez: sentido de la estrategia en la distribución de los hechos, puntualidad en los recursos de estilo, pertinencia de la coloquialidad en el lenguaje de los protagonistas y funcionalidad de los datos de ambientación local. Pero estos recursos narrativos, operando sobre aquellas notas esenciales, no habrían cuajado con autenticidad un universo de la vida de provincia, sin esa actitud poética que se funda en la identidad del espíritu del autor y el espíritu del universo que postula.»

MIGUEL GUTIÉRREZ CORREA:  «La mayoría de las historias de Colina Cruz se erigen como una suerte de memoria colectiva de Guaranguillo, una aldea olvidada de la región de Jaén, en que junto al dolor, la violencia, la desolación se halla también el matiz humorístico de la comedia humana rural. Los personajes que son como sombras, como siluetas difuminadas o fantasmales, adquieren sustancia a través de la voz de de los distintos narradores, voces que dan cuenta, casi siempre en un tono expiatorio y aun de conjuración, de la violencia subversiva y contrasubversiva, del peso de la superstición y la intolerancia aldeana, o de la iniciación degradada del sexo y el descubrimiento de la muerte y de la levedad y futilidad de los actos humanos. Pero lo que confiere mayor jerarquía artística a Colina Cruz, no son las historias en sí mismas sino la textura de la prosa, fresca y precisa, con que Teófilo Gutiérrez ha sabido tejer las voces narrativas de sus deleitables cuentos.»

JEREMÍAS MARTÍNEZ, dice sobre el cuento: «La carta» es un viaje del Sujeto aculturado que retorna sin identidad al pueblo para reencontrarse, a través del contacto violento con lo que niega. Por ello, también, el Narrador funciona como mentor, pues solo sus palabras pueden salvar (o eso se deduce) al destinatario. Está de más decir que la identidad está muy arraigada en el Narrador, prueba de ello es la constante descripción del escenario, con el cual guarda comunión, la que se logra a través del lenguaje.



jueves, 3 de octubre de 2024

Obra literaria de Carlos Orihuela en Hipocampo Editores




CARLOS L. ORIHUELA (Tarma - Perú). Obtuvo el grado de Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú, y los de Maestría y Doctorado por la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos). Ha publicado los libros: Dimensión de la palabra (1974, poesía), Abordar la bestia (1986, poesía), Nube gris (2002, poesía), Abordajes y Aproximaciones. Ensayos sobre Literatura Peruana del Siglo XX (1950-2001) (2009), Valle de entonces (2012, narración). 

Publicamos los poemas que corresponden a las plaquetas de poesía: Asfixia (Lima, 2022) y En Mama Huari otra vez... Estos magníficos textos muestran instantes en los que el poeta aborda dos temas distintos con gran profundidad, pues explora la terrible pandemia Covid y también trasmite la visión mítica de la historia de las rocas de Mama Huari que se erigen en Huaricolca, ubicada en la templada región de Tarma, Perú. 

El poeta nos entrega estas creaciones poéticas a través de un lenguaje fresco y pulcro para destejer detalles de una pandemia que deshizo los nervios humanos y, de la misma forma, hilvana el hecho mágico que subyace en toda la tradición oral de nuestra cultura diversa y trascendente como es Mama Huari. 


Asfixia
Lima, octubre de 2022. 

Un poema dedicado a su hermano Enrique Ernesto

I

Recuerda, el 2020 es tu habitación,
el techo estático, arrancado de tu vida;
su vacío desteje el sol, los ángulos cortantes del aire,
las cifras dañadas del calendario.
Tu cuerpo habita el reloj, las fases estrujadas del mundo;
mide su respiración, los gramos de su energía.
¡Ah, tiempo encadenado, vuelo atrapado en la conciencia!
¿Quién apura este desliz del átomo, las operaciones fallidas
del organismo, los aceros desflecados en la respiración?
¿Quién arranca unidades del aire, rocas angulares del dolor,
tallos aún vivientes?
¿Quién desata el aguacero equívoco, los calores rabiosos,
los ventarrones desplumados?
Clausuraron el amanecer,
los templos vigorosos del espacio:
desde las ventanas los pájaros estiran la luz,
cincelan el rumor con tercos gorjeos y silencios;
el horizonte declina, salpica astros huidizos,
dardos calcinados que desangran las tardes.
¿Sientes tu extensión, tu ruta temporal, tus topes corporales?
¿Te sabes exacto, aún creciente, agregado al espacio?
El zigzag del sable cuartea las horas, las rutas al vacío;
lumbres agónicas tiritan en el corazón,
retuercen las amenazas, los capítulos vacíos de la soledad;
el viento enreda aullidos, aleteos remotos,
estruendos sospechosos en el pecho;
máquinas apuradas quiebran esquinas, avenidas, edificios apagados,
cruzan el portón del destino.
Todo conduce a la misma celda, a la fecha atropellada,
al péndulo ciego;
se marchitan mapas, voces, memorias;
en los muros reptan auroras, paisajes extraviados,
días empapelados.
¿Quién devora las gotas del instinto, el día repetido,
las treguas razonadas?
Aquí, en la cúpula opaca, en el mirador extenuado del cuerpo,
se divaga, fracasa el pulso numérico;
arde el ser racional en tableros, en escenas recortadas, en registros erróneos;
cojean los cálculos, las miradas lineales, los tramos pendientes;
se ha quebrado la rueda previsible: el carril de la voluntad,
los trazos mensurables, las prédicas veraces;
menguan las plazas solares, los prados oceánicos:
brisas atascadas, esplendores estrujados.
Desde esta hondonada, en las junturas falsas de la tierra,
arrinconados, vagamos por los lados perdidos,
los bosques del pánico:
el destino es el aletazo ciego, la brújula hundida en las tinieblas.
Y despiertos, aún en escombros, hechos de reflejos,
de humos de hambre, contenemos el vuelo, el salto fresco;
atamos ideas, las columnas del corazón,
los filamentos del ansia.
Queda conservar las manos, las cuerdas de la imaginación,
las cartas escondidas,
los fardos enterrados de la esperanza.


II

El cielo cruje, agrieta el tiempo, las cenizas;
fluyen tardes, adioses, sangres deshojadas.
            Penden pasos, horas repetidas.

Trina la molécula errada en la rama muerta.
             Estilete impronunciable, talle afilado, zapa rabiosa.

Te señalan: arreas la muerte, la cola del veneno.
            Te elige el puñal, y tú rasguñas el corazón, los claros ambiguos del mapa.
El hospital aparta la boca: se escurre en carteles, tableros de dolor;
            ¡sí, designios, pasos irreversibles, bandadas de adioses!
            Tú, el victimario, gatillo ciego, trasto numeral.
            Fraguas la derrota, hundes el tallo culpable.

                         Quieto, ¿oyes? Crepita la respiración.
                      Declina el músculo, la voluntad, la tregua.
                     ¿Hallas las ventanas, el pasadizo, el escape?           

Detente en ti, eres quien queda todavía, pieza extraviada.
            Capítulo inmóvil, trecho latente.
                ¿Percibes el rumor, el agujero de la noche, la túnica esquiva?
                ¿Te alcanza el grito, el aullido metálico?

“La unidad tribal, herida en la médula, yerra sobre sí”.
“La razón divaga, tantea el naufragio, ahoga el lado despierto”.
“La secuencia vida–muerte deriva al atajo equívoco”.

                            ¡Conoce su agonía¡
                            ¡Tócale el pelaje, diluye en voces sus filos!
                ¿Contemplas el muro? ¿El dintel de la lluvia?
                            (Era el amanecer, los trazos del agua).

Chilla la alarma, el telón quebrado de la mente.
            Portas el punto aciago, el hilo del absurdo.

La calle arrastra espadas, opacas caravanas.
En la lejanía huye la multitud. Destraba días, muertes, crudos destierros.
Los niños desfallecen, cavan el papel, huyen de su edad.
            Deambulan en el cálculo, burlan rayas divisorias.
El gentío declina, gotea en voceríos; huye al pasado, la orilla falsa:
                montañas claras, flautas de piedra, casas en la brisa.

Los viandantes decrecen, se reducen en pantallas,
crudos anuncios, remotos altavoces:
los primeros planos desatan agonías, retratos esquivos, diagramas infidentes.
Las cámaras se abren al temor, telones ambiguos;
desvían luces, gestos, derrotas, arrebatos.

        La voz te desdibuja, cubres fragmentos,
        gestos fugaces.
                La norma del metal y el caballo del encierro.
                El agujero corroído de la respiración.
                La vigilia sobre tus propios restos.
                Los fuegos de los ojos en los ventanales.

    “Son los tiempos”, te convences. Apuras tu rueda animal
sobre el cartón de fórmulas; esbozas la espera,
las cifras sobre la esfera, los plazos probables.

“El desvío inicial modifica el todo, se expande innumerable”.
“El pacto metódico determina el orden, calcula el horror”.
“La fuente natural define el fenómeno, rehace el objeto”.

Apóyate en ti. Elévate a tu piel, la terraza insomne.
        ¿Tocas el botón, el destino? ¿Lo escuchas?
        Te advirtieron, arrugaron tu hambre,
                    omitieron la balanza,
                        anudaron el aire.

Agrégate al calabozo, coteja tu eslabón, descifra el escenario.
Aquí el camino y ahí el abismo, abriéndose en los ojos,
en patios incalculables.

¿Quién forzó la puerta, arrancó el letrero
y esparció esta música?
¿Por dónde huye la ira, la nave agrietada?
¿Qué remedia el tiempo, esta mitad de abismos?
¿Quién resuelve el plazo, el proceso sumario?

“El dolor y el placer sostienen los ejes del cuerpo”.
“Todo desastre colectivo es, sobre todo, desastre de individuos”.
“El tiempo–espacio modela el fenómeno; no lo explica”.


III

LOS CONTINENTES:

Arrasados –tierras heridas, apretados nubarrones–, los continentes declinan, degluten su energía, costras de arena sobre pueblos insepultos. Sus portones, antes incrustados de metales, blasones labrados en la electricidad y tablas de júbilo, rechinan sobre ejes muertos. En sus tejados campea el puño del aire, los rayos torpes del desvelo, el viento enojado de la amenaza. En las calles, gentes difusas huyen del día, de
la noche, de las campanadas del cuerpo. Una brisa espinada envuelve la soledad, los rincones encadenados: asolan buitres enquistados en la respiración, puñales diluidos en la sangre. El punzón despierto, la molécula detonante, horada refugios de la energía, alas descosidas en el espacio; se enarbola la cabeza del hambre, el cabo marchito de la fiebre; el brazo único del dolor, impávido, recorre sobre el raso del tumulto; se encrespan banderas de la peste, los aguijones invisibles; refulgen señales astrales de la asfixia, rutas extenuadas de la voluntad. Las plazas, antes de aves solares, halos estridentes, desgranan lamentos. Niños de hilos sonoros, hombres de sombreros navegantes, damas labradas en redes de pétalos, cruzan pantanos, hunden los pies en el mañana derrotado.


LAS NACIONES:

Los mapas se estremecen. En cada isla, en los retazos de la tierra, asola el temporal, se acorta el aire o se desvanece, se agota el pan terrestre. El ciego rodillo cruza el llano, surca la razón, cuartea las  promesas, tiende vacíos en mesas invisibles. Se esfuman las banderas tibias, las cercanías floridas de las palabras, los adioses sangrantes, el abrazo fluido de los hijos. Las fronteras desfallecen en llagas recientes, alzan puños marchitos contra el día: allá, en el horizonte, se avecina el pesar, el torrente impensable; en las calles resuena el ocaso, los nudos mortales de las sombras. El dolor invade a tientas, hiere en sus balanzas: trozos fortuitos de historia, papeles culpables en los muros, pesos antiguos de armas y aceros dormidos; la agonía se enardece en rincones, en raíces, desde el siempre al siempre; agrieta rutas de escape, zonas clausuradas de la respiración, nubes azarosas. Escudriño el mapa, los colores inútiles del orgullo, los perfiles célebres o infames, palpo los bordes corroídos de los pueblos; y en los sembríos y caminos, entre las líneas despiertas de las tribus, en el corazón innumerable de los hombres, se desprenden lágrimas, naufragan palabras, huyen del corazón las ganas de todo.


MI PAÍS

¿Flotas aún en arcillas? ¿Lates aún bajo la tierra?
¿Suena aún la aurora en tus arcos de aves o lluvias?
Naufraga ahora mi memoria, divaga y perece en valles de
piedras, en desiertos. Imagino tus éxodos: caminos trizados
por la noche, largos en arenas muertas, en tardes alarmadas.
En los cielos, convulsiona la tempestad, las furias repentinas;
cada estrella es un brinco temerario, penoso destello
que se escurre en los sueños.
Las gentes hurgan la brújula, las huellas de la estación;
estiran puentes sobre el pasado; encienden antorchas de
sangre, fogatas en las montañas del espíritu. Detrás quedan
las barracas, las penumbras del hambre, el encierro reseco.
Retornan a la calle secular, al abrazo decisivo de los árboles;
retoman el viento enérgico, el suelo incansable, los ríos desatados.
Aguardan los altares cósmicos, las venias familiares
de la tierra, los corredores pensantes de la vegetación.
En la urbe, entre el cemento y los hierros frondosos, vagan
las sombras y las máquinas, tientan salidas en el laberinto,
en las palabras descolgadas de las clínicas, en las torres
enredadas de las cifras. Callaron los clamores en las plazas,
los conciertos apretados; se arrinconan en el miedo, en los
ángulos últimos, al acecho de la bondad, del aliento oculto,
de los toques ligeros del amanecer. 



EN MAMA HUARI, AQUELLA VEZ...

 “Las rocas de Mama Huari”, de Tarmeño. Lima-Perú. Julio 2024. 

Técnica: Acuarela sobre papel, 38 x 36 cm, 2023.   

(Las rocas de Mama Huari se erigen en Huaricolca,Tarma, Perú).


En Mama Huari, aquella vez...

 I

Esas rocas. Lanzas de asombro contra las testas del átomo, mazas de origen en el pulso de la multiplicación, torsos de espacio en los pedestales de la memoria; hálitos de ira que profanan la médula del grito, la rueda cautiva del embalse estelar; galgas hundidas en las noches de la geología, en el vientre viscoso de la velocidad; esqueletos de sol en cuyos tallos arden las hojas numerales, las hebras planetarias, las rosas ciegas de la navegación; pedernales incipientes cuyas furias embravecen los ciclos simultáneos de lo interminable, las cascadas irresueltas del vacío, los hachazos perplejos de la química; túmulos terrestres incalculables cuyos dedos deambulan en el reloj, sin ruegos, sin agonías, sin bufidos de árbol inicial, sin bostezos de bosques esquinados en tiempos y palabras.

    Esas rocas. Guerreros nimbados en la yema del ente inmediato, ecos de roca expelidos en puños cifrados, en nudos semejantes a la proa rocosa del planeta, a la estampida vegetal cuyo murmullo se anuda en espejismos, en hojarascas airadas de luz; hundidos en el fango del aullido, en el abismo crónico del metal, en la gruta insistente del dardo silábico que perfora la armadura de la idea; linfas de tierra bajo la losa aritmética de la conciencia, masas extenuadas, enfurecidas en los colmos de la anatomía mineral, en la tripa oceánica del aire, atadas a la pata errante del péndulo, reincidentes en el caudal circular de la piedra, en el alud espumoso que la oscuridad sacude en los sentidos subterráneos, en las nervaduras unísonas del granito.

    Esas rocas. Pagodas de nervio atrapadas en la energía, en las espesuras carnales, en la corola astillada de la bruma; barrotes indomables de las eras orgánicas, asfixiadas en la curva metafísica del ojo, en los archivos trastornados de la desmesura, varadas en el desván intermitente de la inconsciencia, en las praderas armónicas del espectro, en las escarpadas esferas del pájaro plural; balcones dilatados en el agujero voraz de la palabra, fuegos en el osario verbal, en el catafalco enardecido de la raíz, en los filamentos indefinidos del concepto; templos flotantes sobre el zumbido animal, sobre las charcas de la cifra en cuyo centro vibra una centella herida, una flecha muerta, invertida, contradictoria en su imagen periódica; torres ensombrecidas en el hastío, en la pereza cósmica, elevadas en las crestas paralíticas del estupor, en el patíbulo acuchillado de la noche, en la sed corrosiva de la boca abismal, en las quijadas omnívoras del calendario, del apetito sideral del meteoro.


        Esas rocas. Tumultos interiores del objeto, cubos atroces que el pensamiento arrastra en voces eléctricas, en trinos que gotean en guijarros de lágrimas, en semillas que ladran desveladas en las noches del equinoccio; bloques del color de la espera, del austero matiz del tránsito, apilados en el limbo del génesis, en el reflujo de las fuerzas peregrinas del sueño, encubiertos en el azufre concéntrico del tacto, en el invierno giratorio del mármol, en las barbas incalculables del tótem dialéctico. Esas rocas. Bloques en ondas sanguíneas que encallecen la contemplación; fuentes obstinadas que arrastran la lengua secular, la carta poliédrica que el cerebro dispara contra las vigas de la mirada; períodos clausurados de la apariencia, líneas certeras de la fabulación, de las articulaciones tempestuosas de la energía; torrentes de razones en fuga al tórax deshuesado de la repetición, temerosos del labio filoso del chillido; trozos espaciales que se adentran al precipicio primordial, al frontón numérico de la inmensidad, al risco ebrio de lo interminable, a las cumbres múltiples donde el ensueño pierde su órbita y se precipita a la idea sorda.

    Esas rocas. Cuerpos sucesivos en alaridos de agua, en antesalas físicas inconquistables, oleadas de soledad lanzadas al desierto del volumen, agónicas en los tronos fortuitos de la materia, en las hierbas templadas bajo el manotazo celeste; garrotes del espacio arrumados en las mazmorras del fuego, abiertas como fisuras en las dimensiones, en las distancias empozadas en la inmovilidad, en los espirales inflamados que descienden al talón del futuro; torres de hebra lunar que se encrespan en corolas de colmillos, en cabelleras magnéticas, en la herida sesgada de las tardes humanas, que retoñan en la maquinaria instintiva del cosmos, en la canícula engranada en los siglos como un corazón en un muro repentino.

        Esas rocas. Titanes desterrados a la molicie de la cuadratura, a la simetría del rosetón espacial, sólidos veloces de cuyo trazo brotan, en zafarranchos abismales, cernícalos indivisibles, buitres totales atrapados en las serpentinas del minuto, graznidos atornillados a las muñecas de la tempestad, arrojados en cenizas a la unicidad del túnel ocular, a las garras de las salpicaduras del dolor, sedientos de vida en su asedio al instante, a la multitud de la mirada, al desvarío solar en las mareas del sueño, a la vejez instantánea de la palabra; bloques estirados sobre la túnica irrepetible de lo infinito, suspendidos en aretes planetarios, en los techos ubicuos de las constelaciones, fríos centinelas que el insecto geométrico erige desde el humus de sus entrañas, trastornados en la boca del año, del segundo, del tiempo del tiempo.


II

Caminamos bajo la mañana. El sol huía enredado en brisas, grises remotos, nieblas húmedas. El camino bordeaba peñas, quebradas heridas, galgas de granito apuntando al cielo; ascendía en curvas entre helechos, rocas apretadas en desfiladeros, llanos apagados. Íbamos por la senda que se deshierba aterida por los vientos de Mama Huari. Nuestros pasos eran de horas, de años, de eras resumidas en instantes de sol y lluvia. Sorteábamos las brechas de sangre que divorcian tiempos, intervalos ciegos en rutas de siglos, puentes de cifras perdidas. Rasgábamos el silencio con golpes de voces, ecos lejanos del corazón, torpes memorias, retratos torcidos del pasado. El presente flameaba total, enraizado en su instante.

    Caminábamos destinados a la desmesura, al océano imposible de los ojos, al templo desbordado del espacio; íbamos reales, anegados en aliento, entre arroyos huidizos, mariposas de limo, árboles adormecidos. La resolana liaba nuestras frases como un cordón ardiente, flotaban lienzos de alborozo colgados en las fauces del aire, resacas de risas sobre las murallas del instante, trazos recientes en el espacio, en la tabla mansa de la vegetación. El presente se extraviaba en la senda quebrada, arisca, de las escalinatas, en pasajes escarpados hacia los topes de las montañas. Era la niebla prendida a las redecillas de la luz, a los cascabeles de aire, a las pupilas ocultas en las candilejas veloces de la noche planetaria. El hoy era el destino único de lo eterno, el peldaño móvil en los laberintos de la hierba, en los patios de la liebre espectral, irreverente, fugaz en su ingeniería instintiva, el instante erguido en el pajonal, en los senderos destejidos del riachuelo.

        Un islote intermitente de dichos, de memorias fieles hasta la exasperación; nombres encanecidos, pretéritos ya insípidos aferrados a la boca, fuentes en cuyos hilos fugaba la cola del júbilo, la ración irrevocable de la esperanza, el chorro cíclico de los seres inmediatos.

        Y ascendimos precisos, guiados por el mapa vivo engastado en la tierra, por voces que el tiempo esgrime en la piedra; y hundimos las manos, los cuencos esponjosos de la mente, enel agua milenaria de Mama Huari, el ojo atemporal que todo lo contiene, el punto minucioso inserto en el punto absoluto. Bebimos en su remolino ventral, en su abismo universal de madre, siete sorbos, siete sangres que encendieron la única voz de las rocas, la araña cósmica perpetua, el candelabro de heridas de las cumbres. Y lloré como si reiniciara mis calendarios, mis prolongadas pasiones circulares; gemí con toda mi vida mi distancia inútil, el silencio estropeado de mis ropas, la calleja adormecida de mis suelas. Desgarré el telón carcomido de mis cansancios, liberé los zargazos metálicos de mis nervios; mi alma roedora detonó su lago ácido y trepé, en desasosiego, el árbol de mis culpas. Ausculté en los signos que el agua desmadeja desde las losas del frío, en las ojeras del papiro mineral, el saludo extenuado del músculo, las cartas aliviadas de la respiración, las banderas sonámbulas de los sentidos. Abrí mi cofre de arenas y liberé, arrepentido, la piara de insectos de mis himnos, y lloré otra vez una canción semejante a la lluvia, a las olas del rebaño estelar. El agua deslizó por mis dedos las gotas proféticas de su nitidez. Luego, cuando en la piel nos asomaba la risa como un tatuaje alborotado, descendimos renacidos, llenos de sol y torrentes frescos en las junturas del espíritu. Cruzamos el pedregal, la alfombra adormecida de los maizales, el mediodía elevado en humores terrenales.


III

Mama Huari no espera. Está porque está. Yace indudable, se establece en el siempre, en la nave neutra del acto. Crece en el vaivén de su esencia, en el iris de sus rutas múltiples, en el vértigo irrevocable con que arde. Brota unánime en el flujo riguroso de su materia, en el nudo febril de sus luces. Brama en las arrugas del rayo, en el árbol solar que lanza en fibras rabiosas sus frutos, sus hojas flageladas. Fluye en la ruta ahorcada del eco, en las duplicaciones vehementes de las estaciones, en la energía que se muta a su propia semejanza; voz horadada que reitera sus preceptos de dios apagado, estancia sin fechas en el clamor del metal, en los disfraces de la piedra que retorna a su origen, envuelta en rumores oceánicos, en nubes repetidas.

    Mama Huari yace en la llanura vidriosa de los ojos, estampada en el infinito como una mancha donde caben los naufragios secretos de la existencia, donde arden en su mecha sagrada los puertos únicos de la cabeza, los rasgos cicatrizados de la razón; está y toda pregunta la conmueve como una gota de verdad que roza apenas sus pupilas; está cuando nos cabe en la bondad de la noche la candela coloquial de la vida, cuando cada exhalación de fuego o agua sobre los tropeles del vacío es una voz significándolo todo, callándolo todo, dejando en el hoyo de la interjección una parábola larvaria, un mandato que sedimenta sus filos en los cimientos de la imagen, un yo desencadenado en moléculas que ruedan sobre páramos de la infinitud, acumulaciones simbólicas con que el imperio del ego erige sus atalayas.

    Mama Huari escucha y calla, labra sus rostros como si dragara en la cortina final de los libros naturales, torna el jeroglífico de su bondad hacia la página emplumada de la falacia, hacia los despeñaderos del papel asesinado, agrieta la esfera de sus lados perdidos, urde el bostezo por donde fuga el sonsonete de su fragilidad. Si hablara con lengua mortal, los universos mudarían sus ropajes, atarían sus tropeles de animales nubosos, llovería la leche espacial en flecos vivientes inundando de gemidos los osarios astrales, las constelaciones renacidas; los vaivenes imantados del dedo lunar desdibujarían los destinos, soltarían sus espadas de cera contra el corazón arenoso de los relojes, contra los restos de sombras en los ángulos dormidos de la tierra.

        Mama Huari empuña la sílaba trunca que nos merodea, los hilos de la gramática de los hechos, las fugas uniformes de los seres instantáneos; señala el punto solar de las grandes decisiones, el ademán que desgaja fronteras en el entendimiento, el árbol incoloro que enerva su caja de adioses y la libra a la avalancha de la interrogación, al pantano del paréntesis; pulsa la red mecánica de las turbulencias, las dentadas ruedas del infortunio, las rectas alarmas de la inteligencia; desarticula la soledad, los torpes silencios, y los arroja al remolino de la memoria, al mapa crónico de la escritura, al lienzo silvestre de la mitología; cuelga sus collares de notas como faroles de líquido estelar, como mariposas suspendidas que agitan las puertas de la iluminación; corre el pestillo de los teatros febriles de la inexistencia, de los retratos amotinados de la desolación, y queda presa en las superficies, en las porosidades que articulan los cuerpos fugaces; permanece en lo nunca dicho, en el grano final del sonido, en la espina limpia de la lengua absoluta.



Abordajes y Aproximaciones. Ensayos sobre Literatura Peruana del Siglo XX (1950-2001)


Este libro es una selección de nueve ensayos que resultan una exhaustiva y sugerente lectura de algunos de los autores y obras más representativos de aproximadamente cincuenta años de la literatura peruana contemporánea. Como nos lo confiesa el autor, su objetivo primordial es poner en consideración la serie de reflexiones y conclusiones a las que ha venido arribando en lecturas e investigaciones realizadas en sus años de docencia universitaria en el Perú y los Estados Unidos. El resultado es, pues una antología de investigaciones centradas principalmente en textos que ponen de manifiesto de manera clara y profunda la naturaleza diversa y contradictoria de la literatura peruana en su proceso post-colonial. Especial importancia adquieren los capítulos dedicados a autores afro-peruanos, sobre los que se han hecho aún muy pocos estudios sistematizados. Igualmente podemos mencionar la profundización y novedosos planteamientos en torno al fenómeno intelectual de la Generación del 50, así como las aproximaciones teóricas y técnicas al desarrollo de la poesía conversacional de las décadas de los 60 y 70. Sin duda, este volumen significa un aporte valioso y motivador para el balance y evaluación de un período crucial en el proceso literario y cultural del Perú contemporáneo.

Valle de entonces

 
Este libro es la selección de catorce relatos de Carlos L. Orihuela, despliega y armoniza testimonios de tradiciones andinas vivientes, crónicas que ilustran y alegorizan nuestra heterogeneidad social y cultural, ficciones recargadas de la agitación y hasta la violencia tan propias de nuestros días, y relatos y viñetas saturados de ecendida subjetividad, humor y poesía. Esbozados en variadas propuestas narrativas y con pareja habilidad y sutileza, desarrollan argumentos y situaciones que confluyen, como puezas complementarias de un rompecabezas, y vienen a conformar la sola historia de un universo humano y una colectividad. Relatos cortos, escritos en lenguaje simple y claro, tratando de auscultar la memoria del aquí -de los espacios nativos más sentidos e inmediatos- y el exilio, el presente caótico e indescifrable, y la gran imagen histórica y mítica del Perú. 



LA MUJER DE ANTONIO CLAROS, un cuento de Teófilo Gutiérrez

LA MUJER DE ANTONIO CLAROS (del libro Colina Cruz) Teófilo Gutiérrez Antonio Claros se ausentó cerca de un mes del pueblo. Al regresar lo ...