miércoles, 15 de julio de 2015

HECHIZO, LIBRO DE CUENTOS DE JOSÉ CASTRO URIOSTE (Lima, 2015)

Hechizo, de José Castro Urioste, es un esperado volumen de cuentos. Reúne una serie de historias que, desde la primera hasta la última, grafican con creces la destreza técnica del autor y su capacidad para crear consistentes universos ficcionales. Ellos persisten en la memoria del lector una vez concluida la lectura. Heredero con toda justicia de la mejor tradición del cuento peruano e hispanoamericano, Castro Urioste hace suyas tanto la factura clásica como aquella que busca nuevas vías de elaboración. Esta es siempre cuidadosa en la observancia de las altas exigencias formales del género. Pero, sobre todo, destacan las grandes virtudes del narrador a la hora de insuflar vida a personajes verosímiles y de honda sicología. Sin duda Hechizo significa un gran aporte a la narrativa peruana contemporánea, tan necesitada de sobrios modelos que se alejen de las impostaciones mediáticas o de las modas pasajeras.  José Güich Rodríguez


ISBN 978-612-4082-31-3
 “Es evidente que Castro Urioste ha incluido en sus cuentos algunos destacados tópicos del existencialismo –kierkegaardeano y sartreano para más señas. Hemos hablado de una aguda consciencia de lo subjetivo, de elecciones que llevan a catástrofes, de la culpa –y entonces de la responsabilidad, pues sólo es culpable quien se siente responsable de algo–, de la angustia del sujeto que revisa sus acciones y de la ardiente sensación de precariedad de la existencia.” Raúl Bueno Chávez

José Castro Urioste

Estudió Literatura en la Universidad de San Marcos y Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Lima. Se doctoró en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. Ha publicado A la orilla del mundo (teatro, 1989), Aún viven las manos de Santiago Berríos (noveleta, 1991), Dramaturgia peruana  (teatro, 1999), ¿Y tú qué has hecho? (novela, 2001), De Doña Bárbara al neoliberalismo (crítica literaria, 2006). Es co-editor de América Nuestra, antología de la narrativa en español en Estados Unidos (2011). Ha sido finalista dos veces en el concurso Letras de Oro –en teatro y cuento–, y finalista en el Premio de Novela La Nación-Editorial Sudamericana en Buenos Aires. Sus obras de teatro –como  La ronda, Ceviche en Pittsburgh y Perversiones– se han producido en Estados Unidos, Uruguay y Perú. Actualmente, es catedrático de Literatura Latinoamericana en Purdue University Calumet y radica en Chicago.


Tensión y pasión del momento culminante del acontecer en los relatos de José Castro Urioste
RAÚL BUENO
Dartmouth College / Universidad Nacional Mayor de San Marcos

la pasión del miedo lo invalidaba 
Borges: Ficciones

José Castro Urioste ha escrito en este volumen de cuentos el estado tenso de la situación inminente, no propiamente el acontecer narrativo que interesa a la mayoría de cuentistas, aunque de él se valga para extremar la tensión que destaca. Sus relatos moran —demoran— en la asimilación del instante, esto es, en la comprensión que hace el protagonista —y entonces el lector— de la densidad del momento crítico de su historia. O se detienen ahí precisamente, en el vislumbre del estado duro de una catástrofe personal y la insoportable sensación de infinitud de lo finito: la captación psicológica de una fatalidad. Para decirlo à la Bergson, Castro Urioste ha escrito la durée de las crisis individuales. Así, sus relatos se empeñan en el tiempo vivido por la consciencia, o tiempo concreto, no en los meandros de su devenir, ni mucho menos en su abstracta cronometría, aunque éstos no les sean ajenos.
Lo dicho se ve de modo destacado en el cuento “Sasha”, cuando la imaginación de una interlocutora sincroniza vívidamente, vía Internet, con la evocación del espectáculo del horror que le hace otra interlocutora y con la duración de la tortura, inflingida “con paciencia exagerada”, que esta última había sido obligada a contemplar. También en el cuento que da título al conjunto, “Hechizo”, en que una golpiza escala letalmente por la acción combinada del prurito de la víctima por provocarla —“todo ya se acabó, le respondías”—, la pasión que realimenta la violencia —“estabas traicionando su entrega”— y la dilatada pero aguda sensación de que aquélla va perdiendo el sentido. Y quizá mejor, aún, en “La llamada”, cuyo tiempo relatado abarca poco menos de dos horas, pero cuya duración mental se extiende a la reconstrucción pormenorizada de toda una vida adulta, con énfasis en el momento que prefigura la actualidad, mientras puntualiza la tensión de una espera mareada por el deseo de comunicación y el temor de fallarla: el protagonista intenta denodadamente comunicarse desde los EE.UU., la noche de Navidad, con su familia peruana —esposa, hijos— a la que parece estar perdiendo irremediablemente: “Alguna vez tuvieron una casa todos juntos”.
En éstos y otros casos el tiempo que magnifica el relato es siempre un tiempo experimentado en mente y carne propias: un tiempo vivido como momento crucial o definitivo en la vida de los sujetos de la ficción, y en que la muerte suele ser un factor inmediato, o casi, que irrumpe en el alma con toda su desventura y peso.
Desde el punto de vista narrativo, se puede decir que los relatos de Castro Urioste destacan precisamente el modo cómo el evento recala en la conciencia del protagonista: un tiempo espeso, cargado de sentido y hondas posibilidades, sin importar su extensión física. De ahí que lo suyo no sea tanto la secuencia del acontecer, caro a la mayoría de desarrollos narrativos, como la vivencia del momento crítico o culminante de la acción, esto es, el estado tenso y denso de la circunstancia crucial. “Muertes circulares” lo tiene más claro que otros relatos. Allí la presión de lo que va a ocurrir, esto es, de lo que aún no ha sucedido pero va a ocurrir, sumada a la esperanza de que no pase, o mejor, de que no va a pasar, o al menos, de que no va a pasar del modo en que se espera, confiere al tiempo vivido la angustia de lo peligroso inminente. Una angustia que se vive por partida doble, pues el relato superpone dos historias paralelas ligadas por una similar relación de dominante a subordinado, o más exactamente, de organizador de las reglas del juego a obediente ejecutor de las mismas. La remota esperanza de sobrevivencia abrigada por los sujetos de acción ya no existe para el lector de la historia, pues le es negada de entrada por la rotundidad del título: “Muertes”.
Castro Urioste ha escrito aquí también la corrosiva viscosidad de la culpa. Pocos son los protagonistas de sus cuentos que no son abatidos por este sentimiento, que en algunos de ellos es una verdadera pasión. En eso está la protagonista de “Hechizo”, bajo la forma del remordimiento, cuando descubre que no puede deshacer el embrujo que provocó la obsesión mortal de su amante. También Sasha, del cuento que lleva su nombre, cuando es inducida a vivir una culpa diferida, puesto que es serbia, ante la hecatombe de croatas en Herzegovina. Y Ernesto, de “Diez horas de Soledad”, al descubrir tras una noche de aparente fortuna que Soledad lo ha hecho parte de un ingenioso e impecable tramado, que no sólo le demuestra su incurable cobardía sino que hasta cuenta con ella para montar el tinglado. También el loco Santacruz, en “Aún viven las manos de Santiago Berríos”, al ceder ante la tortura y acusar de asesino a Sacarías, su inocente benefactor. Y Amador, del mismo relato, al caer primero en cuenta de que tal vez sus primos y él estaban matando a un inocente —”quedó muriendo con sus ojos de pregunta”—, y al cruzarse después con la intuitiva mirada acusadora de la hermana de Sacarías: “volteó a mirarnos y de seguro siguió mirándonos durante largo rato.” Tal vez con igual acritud viven sus remordimientos Valeriano, de “Compadres”, cuando toma cabal conciencia de sus irreparables engaño y cobardía; Rubén, de “La llamada”, al hacer recuento al filo de la hora de sus engaños y fracasos; y los cofrades de “Desnudos a media noche” al enfrentar de plano su insulsa existencia, carente de solidaridad y valor, ante la amenaza de suicidio de su compañero Pedro.
Mas no todo avatar en este libro gira en torno a la culpa y sus variantes. Hay situaciones y personajes que en la instancia cimera experimentan pasiones contrarias, y en cierto modo contradictorias de la culpa. Es el caso de la madre india y su complejo sentimiento de iracundia y fatalidad en “Muertes circulares”.  También el caso de los sudacas y su temeridad suicida, en el mismo cuento, propiciada por la necesidad y el alcohol. Y el caso del profesor de filosofía, en “Hyde Park”, que con perplejidad comprueba en carne y sangre propias que sus derechos son arbitrariamente suspendidos, y que los EE.UU. después de 9/11 pueden ser como el Uruguay o la Argentina de los 70, o como Chile de Pinochet. Estos personajes son inocentes de la situación que los aqueja, pero son tratados como si fueran culpables de algo, y como si debieran pagar por ello.
En cualquier caso —culpa o no culpa— la durée de Castro Urioste extiende la vivencia de la pasión hasta hacerla circular, infinita, insoportable. Ello tanto para el personaje que la experimenta como para el lector que la sufre por influencia. La estrategia que permite envolver a ambos, actor y lector, en una misma duración de la experiencia crítica consiste en suspender el relato justo en el momento en que el clímax comienza a deflagrar sus sentidos. Entonces lo excesivo de la pasión, como el dolor extremo o la perspectiva de la muerte, quedan sin más significante que el vacío de la escritura: el paréntesis no marcado, pero duradero, que de la página impresa trasciende hacia el sólito vivir. Visto de otro modo, la durée y la pasión que se le asocia son en estos relatos parte de una misma estrategia compositiva. Mejor aún: de una misma intuición estética. Lo que experimenta el personaje no es un mero sentimiento debido a lo casual y causal, digamos un “hice esto que origina aquello”, sino el lúcido reconocimiento de que ciertos hechos producen una dimensión parsimoniosa de entendimiento —entrañamiento— de la profundidad de sus consecuencias. Tal es, a mi modo de ver, el mayor y más cumplido recurso expresivo de la ficción de Castro Urioste.
 Es evidente que Castro Urioste ha incluido en sus cuentos algunos destacados tópicos del existencialismo —kierkegaardeano y sartreano para más señas. Hemos hablado de una aguda consciencia de lo subjetivo, de elecciones que llevan a catástrofes, de la culpa —y entonces de la responsabilidad, pues sólo es culpable quien se siente responsable de algo—, de la angustia del sujeto que revisa sus acciones y de la ardiente sensación de precariedad de la existencia. Mas esta inclusión no es meramente mimética sino creativa, desde que la dinámica de las acciones no reproduce ni el orden ni los énfasis de la implícita —aún así clásica— narrativa existencialista, que va en secuencia causal de lo ineludible de la muerte al absurdo de la vida y a la angustia, la libertad, la responsabilidad, el compromiso y la culpa. En estos cuentos, en cambio, la secuencia tiene otro orden y otras prioridades: es inversa —digamos— y, gracias a la durée, altamente subjetiva y personalizada. En ellos se destaca y hace durar el punto de llegada, no el de inicio, y el relato se organiza a partir de esa dimensión. Así la vivencia de la culpa —o de su contrario, la sublevante no culpa— impulsa al sujeto a revisar sus acciones y a indagar las condiciones de su responsabilidad y, antes, las opciones procuradas por su libertad y compromiso. Derivan estos relatos hacia un punto que en la filosofía de la existencia suele ser origen de disquisiciones, pero con una diferente estimación: la vida o la muerte no tienen el sentido casi trascendente que les otorga la irrevocable relación heideggeriana —ser la una necesaria para la otra— sino el que resulta de evaluar las circunstancias y acciones que aproximan la muerte. ¿Por qué estoy en esta situación?, ¿qué hice para merecer esto? serían las preguntas que rodean a los protagonistas de Castro Urioste, muy alejadas por cierto de la consabida y hasta presuntuosa ¿qué sentido tiene mi vida?
El acto introspectivo y las cuestiones de fondo que él aporta destacan la subjetividad —no la trascendencia— de los personajes. Una subjetividad demorada, como hemos visto, mesmerizada por las preguntas circulares del cómo y el por qué, y por la cavidad insondable de las respuestas parciales o ausentes. He ahí otra singularidad de estas ficciones. Esto, se dirá, ya ha ocurrido en personajes de otras escrituras, como en el atormentado Razkolnikof, por ejemplo, o el agonizante Artemio Cruz. Cierto, pero no del modo inconcluso, indefinidamente suspendido y hasta cautivado en su propio estancamiento, como acontece en las relaciones de este volumen. Las tribulaciones de Cruz concluyen con su muerte, para alivio del lector, y las de Razkolnikof culminan con su confesión y sentencia, para la complacencia de aquél.  En Hechizo no hay ni alivio ni complacencia, pues no hay historias completas. El énfasis, entonces, no está puesto en las historias, como suele ocurrir en la mayoría de ficciones de nuestro tiempo, sino en el personaje. Más exactamente, en la incorporación del evento a su consciencia y en el peso que ese entrañamiento genera. Y hasta diríamos que el lector, que en mucha ficción de nuestro tiempo suele ser el obvio destinatario y evaluador de los aconteceres, es aquí una entidad supeditada a la figura del protagonista, verdadero evaluador —casi destinatario— de unas historias que lo implican, marean y cautivan. No está demás recalcar que ésta ya es, en sí, otra singularidad del libro que el lector tiene entre manos.
También es evidente que “Aún viven las manos de Santiago Berríos”, el relato más largo y narrativamente más complejo de Hechizo, le hace un ostensible homenaje a Crónica de una muerte anunciada al reproducir algunos de sus temas y circunstancias conspicuos. En resumen, la confabulación de unos hermanos para asesinar a alguien de manera casi ritual, mediante el uso de cuchillos de matarife, y el error trágico que esa muerte supone al haber sido originada por una falsa denuncia. Las diferencias saltan a la vista no bien iniciada la lectura: no hay aquí una, sino dos muertes, y la primera —de autoría nunca aclarada— es el motor de las acciones. Los Berríos, entonces, han de vengar algo más serio que en el relato de García Márquez: la muerte de uno de los suyos, no el honor perdido por una virginidad estropeada. Es más, aquí la muerte es aún más ritual, desde que la hacen unas manos prestadas por sus hermanos al difunto Santiago Berríos a fin de que éste pueda usar sus cuchillos vengadores. Mas la diferencia de mayor cuerpo no está en las ocurrencias, sino en la focalización: en el relato del Nobel la atención recae en la constatación de la falsa circulación del saber, en la facilidad con que la información se disemina en torno al destinatario Santiago Nasar —Santiago, sí, otro guiño al lector— sin jamás alcanzarlo, mientras que en “Aún viven las manos...” el foco está en el modo cómo las acciones recaen en el espíritu de los protagonistas, especialmente en el de Amador, quien más siente y resiente las acciones por las pérdidas que le acarrean. Prueba esta ficción, al final, lo que ya han dicho no pocas avisadas voces —de Propp, Greimas, Bremond y Borges, entre otros autores— que los relatos de todas las culturas son en verdad pocos, pero sus versiones pueden ser de inacabable número. Y también que ahí, en las versiones, está la gracia de contar, pues se continúa y amplía el flujo siempre renovado de una tradición, mientras se le rinde tributo.
No quisiera dilatar estas notas, ni dilatar el compromiso que tú, hermano lector, tienes con las ficciones que siguen. Pero no puedo dejar de mencionar al paso que quien busque con interés y diligencia puede ver que Castro Urioste se ha aplicado en la conformación de estructuras narrativas que no dejan cabos sueltos y en las que cada elemento tiene un significado de interés para la economía del conjunto. También en un lenguaje narrativo que se vuelve pertinente a sus circunstancias y referencias: se lo ve con claridad en los indicios y señales que reproducen ambientes y ciudades reales —que bien conozco—, en los diálogos intercedidos, en la oralidad de ciertas secuencias de narrador intradiegético, o en la escritura metaficcional de “Muertes circulares”, que puede vincular espacios y tiempos históricos distantes y distintos, pero similarmente conflictivos. Y en los ritmos y polirritmos de la narración, que hacen sentir la búsqueda afanosa de una intensidad dramática por vías de un tempo interior, que se replica en su propia agonía y busca así envolver y atrapar al lector.


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